V Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Juan 8, 1-11: «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«El que esté sin pecado, que tire la primera piedra»

Desterrado en Babilonia, el pueblo de Israel pudo escuchar por boca de Isaías la promesa de Dios. El profeta les recordaba la bondad y fidelidad de Yahvé. Como antaño liberó a los padres de la esclavitud de Egipto, también ahora libraría a su pueblo de esta nueva esclavitud: Como abrió camino a través del mar, extinguiendo a los enemigos, así abrirá un camino por el desierto y ríos en el yermo. Apagará la sed de su pueblo escogido y formado para proclamar su alabanza. Estas palabras del profeta nos las dirige hoy el Espíritu como anuncio de la Pascua. Un año más, la Iglesia como pueblo de Dios se dispone a celebrar la gran novedad de la salvación; el cambio de lo que es desierto y camino sin salida en paraíso, por fin, hallado. Hasta poder exclamar con el salmista: El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres. A experimentar esta alegría nos prepara hoy el Señor.

Frente a otras expectativas, Jesús, el Mesías de Dios, no vino a condenar sino a salvar. Vino a inaugurar el tiempo de la gracia y del perdón misericordioso de Dios. Contemplemos hoy con gozo su actitud que refleja los verdaderos sentimientos del Padre frente a otras ideas sobre Dios. Viene del huerto donde se ha pasado la noche en intimidad de oración con Aquél de quien se sabe el hijo. Amanece y entra en el Templo para transmitir su vivencia, esa experiencia del amor de Dios, a los que acuden con ganas de escucharle. Justo entonces los escribas y los fariseos le traen una mujer y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; Tú ¿qué dices?” Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. No, no le traían también al adultero, como hubiera sido lo justo, sino sólo a la mujer. A aquellos doctores no les importaba la ley, que de hecho no habían cumplido apedreando a los adúlteros, como estaba prescrito. Y mucho menos la persona, a la que humillaban en público. Sólo querían coger a Jesús y desprestigiar su fama de Maestro. Frente a su forma de entender a Dios le oponen el precepto de la ley que mandaba castigar al pecador.

La reacción de Jesús es sorprendente. No dice nada sino que inclinándose escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra.” E inclinándose siguió escribiendo. Ellos, al oírlo se fueron escabullendo hasta quedar sólo Jesús, con la mujer, en medio. Y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?”; ¿ninguno te ha condenado? Pues tampoco yo. Anda y en adelante no peques más. Esa mujer somos hoy nosotros si nos reconocemos pecadores perdonados por Dios. No, Jesús no anula la ley sino el pecado; no condena sino que otorga el perdón. Y es que Él sabe que quien así experimenta la misericordia de Dios está capacitado para saber perdonar y amar sin acusar. Es la transformación del amor de Dios que no puede dar la ley.

Esta actitud de Jesús es lo que inspira hoy a San Pablo, aquel fariseo, perfecto conocedor y cumplidor de la ley, que confiaba en la justicia de sus propias obras hasta que se encontró con el Señor. Y por eso nos dice hoy desde su propia experiencia: Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en Él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios. Por eso olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús.

No tengamos miedo a reconocer nuestras miserias. Acojámonos al amor del Señor y olvidemos ya el pecado. Experimentemos hoy lo que aventaja la misericordia de Dios a la ley, su perdón a nuestra justicia. Sólo una comunidad, que se sabe perdonada ante Él y acogida así por Dios, puede ser testimonio y signo sacramental de esa paz profunda que transforma el mundo. Corramos hacia delante, dejando lo que queda atrás. Vayamos hacia la Pascua, que es la fuente de la salvación, para transformar este desierto, las asperezas entre los hombres, en ese paraíso prometido por Dios.