V Domingo de Pascua, Ciclo A
Juan 13, 31-33a. 34-35: «Como yo os he amado, amaos también entre vosotros»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Como yo os he amado, amaos también entre vosotros»

En aquellos momentos supremos de su vida, Jesús quiso reunirse con sus discípulos en el Cenáculo. Quería prepararlos a vivir con esperanza el desenlace de su camino terreno y dejarles su testamento. Cuando Judas salió y con él el oscuro poder del engaño y la traición, dijo Jesús: Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él. Sí, Jesús quiere iluminar la visión de sus discípulos por encima de los tenebrosos acontecimientos que se acercan. No será la manifestación del poder de las tinieblas, sino más bien del inmenso amor de Dios.

En realidad, Dios, en sí mismo, es un misterio profundísimo de amor. Un amor entre el Padre y el Hijo en la densidad infinita de un mismo Espíritu. Y tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo con la fuerza del Espíritu. Toda la obra de Jesús había sido una revelación paulatina de ese amor inmenso de Dios a los hombres. Pero ahora llegaba el momento supremo de su manifestación, de hasta qué punto quería Dios a los hombres y hasta qué extremo podía amar el hombre a Dios. Sí, la entrega de Cristo a la cruz y su exaltación en la resurrección era el momento culminante de la revelación de ese amor del Hijo al Padre y del Padre al Hijo en la historia de los hombres. Por eso, es el momento de la gloria de Cristo y de la gloria de Dios en Él.

Con todo, aquel acontecimiento no era sólo su manifestación, sino su eclosión, transmitiéndose a los hombres. Es el bien que nos deja Jesús como testamento. Es el único mandamiento que nos da: que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado. Sí, lo mismo que el amor de Cristo a los hombres es la gloria y manifestación del mismo Dios, así quiere que el amor entre sus discípulos los haga signo visible de ese mismo misterio. Por eso nos advierte: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros. En nuestros días, el Concilio Vaticano II nos lo ha enseñado así: La Iglesia es en Cristo como un sacramento de la comunión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Y es que el amor de los cristianos es una expansión de ese amor que Cristo ha traído de lo alto. Por eso hemos nacido de arriba.

La visión de Juan, que nos narra hoy el Apocalipsis nos lo expresa así: Ví la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Si la Jerusalén antigua era ya un símbolo del amor gratuito de Dios hacia su pueblo, la nueva Jerusalén, que es hoy la Iglesia, está ya revestida con el mismo Espíritu de Dios para inaugurar un amor nuevo entre los hombres.

Cada grupo humano expresa con sus fiestas los valores utópicos que le dan sentido y significado. El domingo es la fiesta primordial de los cristianos. Celebramos la muerte y resurrección del Señor, esa hazaña del amor de Dios sobre el poder de las tinieblas. Una fiesta, una alegría que ningún mal de este mundo puede perturbar. Una experiencia privilegiada de ese amor de Dios que nos ha engendrado como pueblo para ser gloria de Cristo en el mundo. Por eso el salmista nos invita hoy a proclamar: Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

Pablo y Bernabé, tras iniciar la Iglesia en algunas ciudades del Asia Menor se reunieron con la comunidad de Antioquía que los había enviado. Contaban, con alegría, lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.

¡Ojalá y nosotros podamos experimentar hoy, también, ese amor de Cristo que nos impulsa a sabernos amar como señal de su obra salvadora en el mundo!