Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Ciclo A
Lucas 9, 11b-17: «Comieron todos y se saciaron»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Comieron todos y se saciaron»

En este domingo, día de la Resurrección del Señor, celebramos su nueva y permanente presencia entre nosotros bajo los dones eucarísticos. Jesús quiso escoger el pan y el vino como sacramento de su victoria sobre el pecado y la muerte; como signo de su triunfo pascual; como alimento de la vida eterna a la que nacemos por el Bautismo. La primera lectura nos narra la ofrenda de Melquisedec. Aquél personaje misterioso, rey de Salem, que significa «rey de paz». Era sacerdote del Dios altísimo, sin genealogía humana conocida. Cuando Abrahán volvía de la batalla sobre los que secuestraron a Lot, Melquisedec le salió al encuentro y le ofreció pan y vino. Un alimento para festejar su victoria y para reparar sus fuerzas. Abrahán, entonces, le dio la décima parte del botín. Con su entrega del diezmo, reconocía en él un sacerdocio superior al de los levitas que nacerían de sus entrañas. Melquisedec se anticipaba, así, como figura del sacerdocio de Cristo: el supremo sacerdote que está ya para siempre ante Dios y nos sale hoy, también, al encuentro, para ofrecernos su vino y su pan. Son los signos con los que celebrar, una vez más, su victoria sobre el pecado y la muerte. Es el alimento que nos da para reponer las fuerzas de nuestra lucha cristiana.

Ya lo anunció el Señor al multiplicar los panes y los peces, como nos cuenta hoy el Evangelio. Durante aquel día, Jesús le hablaba al gentío del Reino de Dios. Pero caía la tarde y sus discípulos se acercaron a decirle: “Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. Ellos replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos peces”. Y Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron. No, ningún otro alimento nos puede saciar como el que Jesús nos da. El pan que nosotros nos procuramos es fruto de nuestro sudor; pero el que Él nos da es obra gratuita de su amor. El pan que nosotros producimos está mal repartido y no llega a todos; el pan del Señor alcanza a todos los que lo buscan y se acercan. El pan que cada día comemos restaura nuestro cuerpo del desgaste cotidiano; el pan del Señor nutre en nuestro espíritu el apego a Él y a su Evangelio. En fin, todo otro pan sólo alimenta y mantiene una vida mortal; pero el que Cristo nos da es prenda y sostén de la vida eterna.

Es San Pablo el que hoy nos recuerda el secreto de la vida que encierra este don del Señor: Yo os he transmitido –nos dice– esta tradición: que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía”. Sí, contienen al Señor con toda la entrega de su amor. Por eso, tiene tanta fuerza y virtualidad. Cualquier otro alimento es asimilado por nuestro organismo, transformándose en cuerpo nuestro. Pero este pan, si se come con fe, nos asimila y nos convierte en lo que él es. Los cristianos somos lo que en él comemos y comemos lo que hemos de ser. Si comemos el cuerpo de Cristo, es para ser su Cuerpo en el mundo, como Iglesia de Dios. Si nos alimentamos de la entrega del Señor, es para ser hermanos unidos que se entregan mutuamente en el mismo amor. Si nos nutrimos del don del Señor, es para salir, un poco más, de nuestros egoísmos haciéndonos donación.

Ojalá y así como muchos granos dispersos lograron formar un solo pan para muchos hermanos, ojalá y así nos unamos para formar esa familia que ha de ser fermento de comunión en el mundo. Acerquémonos hoy al que nos sacia y llena el corazón, para que no se habitúe ni se conforme con la mediocridad.