XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lucas 9, 18-24: «El que pierda su vida por mi causa la salvará»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«El que pierda su vida por mi causa la salvará»

Israel, el pueblo antiguo de Dios, sufría las consecuencias trágicas de la infidelidad a Dios y a su alianza; experimentaba en sus propias carnes la perdición del pecado; sentía vivamente la necesidad de salvación. Surge, entonces, el profeta que anuncia cómo también en el sufrimiento, pero esa vez del mismo Dios, estará la solución definitiva a todos los males; la manifestación más contundente de su clemencia; la fuente misteriosa de su salvación: Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito... Pero aquél día, se alumbrará un manantial a la dinastía de David y a los habitantes de Jerusalén, contra pecados e impurezas.

Sí, era el anuncio del sufrimiento de Aquél que vendría como Hijo único. Pero, precisamente, para ser así el primogénito de muchos hermanos que, en sus padecimientos, encontrarían la fuente y el camino de la salvación.

Era Jesús el Hijo único, anunciado así como primogénito. Era Jesús el Hijo destinado a sufrir para ser así manantial donde limpiar el pecado. Era Jesús el Hijo entregado a la muerte para ser así fuente de vida eterna. Ya en el Bautismo, aceptó este destino sumergiéndose con los pecadores como signo de su muerte; solidarizándose con aquellos que buscaban la limpieza del corazón. Fue, entonces, cuando ya el Padre lo ungió como Mesías, llenándolo del Espíritu en el que cumpliría su misión. Bajo su impulso, proclamó el Evangelio del Reino de Dios; con su fuerza, realizó los milagros que lo hacían palpable; por su inspiración, eligió apóstoles que compartieran con Él vida y destino, hasta poder continuar su obra entre todos los hombres.

Y es hoy, mientras está en oración, que se vuelve de pronto y les pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Y ellos le transmiten los comentarios de la gente. Pero no es eso lo que, de verdad, le interesa a Jesús. Él quiere saber, mejor, hasta dónde lo han reconocido ellos; hasta dónde lo han entendido aquellos con los que ha compartido, aparte y en la intimidad, los misterios de su Reino. Por eso, es a continuación que les hace la pregunta decisiva: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. En nombre de todos, le confiesa Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”. Él, entonces, les prohibió terminantemente decírselo a nadie. ¿Por qué esta reserva del Señor? Pedro ha dado en la diana; ha acertado con la verdad; ha reconocido su misión. ¿O, acaso, no? Sí, pero no del todo.

Ellos están aún imbuidos de una mentalidad triunfalista acerca del Mesías. Por eso, aunque lo confiesen, no están aún preparados para anunciar al verdadero Mesías que Dios ha enviado al mundo; aquél Hijo único, destinado al sufrimiento y la humillación antes de triunfar, como ya anunció el profeta. Y así, añade Jesús lo que aún le falta a la confesión de Pedro: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Y es, entonces, cuando les dice lo que les espera, si quieren anunciarlo de verdad y participar de su salvación: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”.

Es ésta, hermanos, la condición que nos pone hoy el Señor, si queremos seguirle como discípulos; si ansiamos alcanzar la limpieza de corazón y los frutos de su salvación; si apetecemos los bienes de su Reino, mejor que los que terminan por perderse; si deseamos la amplitud de su libertad, mejor que la estrechez de nuestras miras; si pretendemos anunciarlo de forma convincente, mejor que con simple exactitud doctrinal; y, sencillamente, si aspiramos a la vida, mejor que a la muerte. Esto quiere hoy aconsejarnos el Apóstol, al recordarnos que los que hemos sido incorporados a Cristo por el bautismo –cuando fuimos sumergidos en su muerte, para compartir su resurrección– nos hemos revestido de Cristo.