XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lucas 10, 1-12. 17-20 : «Descansará sobre ellos vuestra paz»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Descansará sobre ellos vuestra paz»

¿Quién no ha escuchado alguna vez aquella exclamación de S. Agustín en sus Confesiones: «nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón anda inquieto, hasta que descanse en ti»? Sí, el sosiego y la paz que siempre añora el corazón es un don de Dios. Justo porque la paz brota del corazón, cuando ha conseguido el bien para el que está hecho. Y Dios creó al hombre y a la mujer «a su imagen», porque les dotó de un corazón capaz de amar y entregarse totalmente. A diferencia de cualquier otro ser, el corazón humano no tiene límites; nunca se contenta del todo; es insaciable. Y es que está hecho para aspirar y gozar de ese bien infinito que es Dios mismo. Cualquier otro bien que logre alcanzar es sólo un anticipo y, por eso, quiere más. El caso es que, cuando salió de las manos de Dios, estaba tranquilo y sereno; se entendía con el Creador y con Él reinaba sobre todas las cosas; las utilizaba y disfrutaba, sin quedar prendido en ellas, porque estaba prendado de Dios. Sí, el corazón que el hombre estrenó estaba lleno del amor de Dios y gozaba, así, de su descanso; ese descanso del que es Señor y se goza en comunicar sus bienes, mejor que en aferrarse a ellos.

Pero aquel corazón se torció. Dio paso a la soberbia y se dejó llevar por la ambición. Le dio la espalda a Dios y se volvió a las cosas con avaricia. Las privó, así, de su destino al servicio del hombre, convirtiéndolas en fin esclavizante. Comenzó la lucha por conseguirlas, la rivalidad por poseerlas, la injusticia por dominarlas. La convivencia humana perdió la armonía de la paz, que siempre es fruto de la justicia. También en su interior se desencadenó la lucha del corazón entre sus apetencias y el ideal honesto. Pero Dios no se resignó a dejar como esclavo al que hizo para ser con Él señor.

Y por eso anuncia, para los días del Mesías, la abundancia de esos dones que pueden calmar el corazón; la paz definitiva que lo llenará de esa alegría para la que fue creado: Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría los que por ella llevasteis luto. Porque así dice el Señor: “Yo haré derivar hacia ella, como un río la paz; como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Al verlo, se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos florecerán como un prado”.

Sí, nuestros huesos, ese esqueleto que movemos y cansamos en nuestros afanes, no acabarán en esfuerzo inútil; florecerán como un prado en obras de esa justicia que trae de su mano la verdadera paz; esa que no nace ya de nuestras pretensiones frágiles, ni está sometida al vaivén de las circunstancias; esa paz que se impone desde dentro, porque mana del amor, y es capaz de devolver al mundo el esplendor del Paraíso, tantas veces añorado.

Hoy, sigue Jesús su camino a Jerusalén. Va decidido a consumar su destino. Va pensando en su entrega y en la paz que alcanzará para poder darla al mundo. Por eso, designó a otros setenta y dos para enviarlos por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir Él. ¡Después de resucitar –se entiende–, y como dador de la paz! No fueron 12 esta vez, sino 72: como el número de naciones entonces conocidas. Su paz no era sólo para Israel, sino para todos los pueblos. Mirad que os mando –les decía– como corderos en medio de lobos. No llevéis, pues, talega, ni alforja, –porque no os quiero con ambición–. Y ni siquiera sandalias, porque lo vuestro es el don de una paz que no necesita apoyos. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz. Esa que comunicaréis como fruto de mi muerte y don de mi resurrección.

Por eso San Pablo exclama hoy: “Dios me libre, hermanos, de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Porque lo que cuenta es esa criatura nueva que ha recreado en nosotros el Señor. Que la paz y la misericordia de Dios venga sobre todos los que se ajustan a esta norma”. Y la norma es ya vivir y morir por lo que vivió y murió Jesús, que es lo único que puede aquietar el corazón y darnos, en definitiva, la verdadera paz.