XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lc 14,25-33: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Sb 9,13-18: ¿Quién conoce el designio de Dios?
Salmo 89: Señor, tú has sido nuestro refugio.
Flm 9b-10.12-17: No como esclavo, sino como hermano querido
Lc 14,25-33: Quien no carga con su cruz…

«El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío»

Se dice que una cosa es auténtica, cuando es lo que debe ser. Y el ser humano se distingue de cualquier otro en que ha sido creado «a imagen del Creador». Por esencia, está llamado a entenderse con Dios y participar de su vida. El hombre limita, así, con un misterio que le da sentido y significado. Dios no es, en modo alguno, su rival, sino su sostén. Dios no es, de ninguna manera, lo que aliena al hombre, como algunos pensaron. Es más bien su vocación más genuina y vital. El único que puede saciar sus anhelos más profundos. Aquél para quien está hecho y en el que está su verdadera felicidad. Sólo que el hombre no es un ser programado, supeditado a un instinto ciego e inexorable. Tiene inteligencia y libertad. Es dueño de sus actos. Puede decidir su vida por sí mismo. Por eso, su existencia puede ser auténtica o inauténtica. Todo depende de que atine o no a realizarse conforme a lo que está llamado a ser. Todo estriba en que sepa o no elegir su verdadero destino. Todo consiste en que encuentre o no el camino que le lleva a Dios, donde está su salvación definitiva. Esta es la cuestión fundamental que nos plantea hoy la palabra del Señor, con un pasaje del libro de la Sabiduría: ¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles... ¿Quién conocerá tu designio, Señor, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó. Sí, para desvelarnos el camino que lleva a Dios ha venido Jesucristo, que es la sabiduría misma de Dios en persona. En Él se ha cumplido el auténtico ideal de lo que todo hombre está llamado a ser. Y hoy nos dice cuál es la condición fundamental para poder alcanzarlo y compartirlo con Él.

Se dirigía ya a Jerusalén para consumar ese su destino, que es el nuestro también. Mucha gente lo acompañaba, al igual que los que hoy nos tenemos por discípulos suyos. Pero Él va delante, a la cabeza, porque es el único que conoce bien el camino. No es un líder más, como podría ir otro. Se trata de una ruta que sólo Él puede marcar. En realidad, Él es «el Camino» mismo. Por eso, seguirlo es imitarlo; alcanzarlo es compartir su destino. Y hoy se vuelve, de pronto, para exigirnos algo que, en labios de cualquier otro, sonaría a fanatismo; nos pone una condición que sólo Él se puede permitir: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío». No, Jesús no quiere componendas. No admite medias tintas. Su camino es, de por sí, el auténtico y requiere autenticidad radical. Su evangelio no se puede combinar con valores contradictorios. Para sus discípulos no cuenta ya la opinión más generalizada; lo que piensen ya todos los demás. Estén como estén las cosas. Aunque sea «lo que todos hacen» o «lo que todo el mundo admite ya», el discípulo de Jesús tiene en Él «lo determinante», por encima de todos los demás. Él es lo primero, por delante de cualquier otra realidad. Y esto, tarde o temprano, exige tener que posponer; requiere tener que renunciar, antes que echarse atrás o buscar vericuetos engañosos. Para ilustrarlo, el Señor nos pone hoy dos ejemplos: el del hombre que fracasó al no poder terminar la torre que quiso edificar, por no sentarse primero a calcular bien el gasto; o el del rey que perdió la batalla por no medir bien, si disponía de las fuerzas con las que hacer frente. Y, así, termina advirtiéndonos a los que queremos seguirle: «Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío». Si, en un momento u otro de la vida, el seguimiento de Jesús conlleva tener que renunciar: puede ser la decisión honesta ante un negocio fácil, pero no del todo limpio; o la negación a secundar un amor imposible; o la oposición a colaborar en una causa injusta; o la resistencia ante un ambiente que arrastra, en nombre de que hoy es lo normal... A todos y a cada uno nos llega tener que tomar la cruz, por fidelidad al Evangelio, para poder compartir el destino de Jesús.