XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lc 17,5-10: «¡Si tuvierais fe...!»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Ha 1,2-3;2,2-4: El justo vivirá por su fe
Salmo 94: No endurezcáis vuestro corazón
2Tim 1,6-8.13-14: Reaviva el don que recibiste
Lc 17,5-10: La fe es capaz de lograr maravillas 

«¡Si tuvierais fe...!»

 El profeta Habacuc es hoy portador de una pregunta; ese grito que solemos dirigir a Dios, cuando las cosas se ponen feas y ya no aguantamos más: «¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches?... ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?». Y el profeta nos dice lo que ese Dios, que parecía lejano y ausente, le respondió: «lo que tengo prometido espera su momento, se acerca su cumplimiento y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse». Si, el Señor nos asegura que Él nunca se echará atrás, ni nos dejará desamparados al vaivén de las dificultades. Él tiene siempre la última palabra y se saldrá con la suya, para nuestro bien. Por eso, la solución más sabia es confiar de verdad en Él. Y, así, nos quiere meter hoy, muy hondo en el corazón, esta convicción: «El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá de la fe». Sí, adherirse al Señor es lo más seguro, frente a la postura del hombre orgulloso, habituado a confiar sólo en sus cálculos. Pero, ¿es posible hoy esta fe?

Era el mismo interrogante que cundía entre los apóstoles, después de oír de labios de Jesús las condiciones para seguirle hasta el final. Las había ido soltando durante aquel último viaje a Jerusalén que tan decidido emprendió. Tal y como estaban las cosas, sabían que su Maestro iba ya a por todas y no quería medias tintas. Pero había que tener mucha fe para vivir conforme a sus propuestas. Nosotros también las hemos ido escuchando estos domingos: humildad, pobreza, cuidado con el dinero, tener siempre presente el juicio último de Dios, imitarlo en su extrema misericordia olvidándose de toda ofensa... ¡Hace falta mucha fe para todo eso! No se sentían capaces de tanto, y juntos se acercaron al Señor para pedirle: «Auméntanos la fe». Jesús, entonces, los mira con complacencia, porque han comprendido que la fe es, ante todo, un don. Pedirla, de verdad, es tener ya la suficiente. Lo demás, que parece tan difícil de cumplir, viene ya de vivirla simplemente. Y, así, les responde con una imagen: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”. Y os obedecería». No, a la hora de seguir las propuestas de Jesús, la dificultad no radica en que hay que tener mucha fe. El problema está en otra cosa. Y, para que lo entendieran sus apóstoles –y nosotros hoy también–, el Señor les propuso una parábola:

«Suponed que un criado vuestro vuelve de su trabajo, ¿Quién de vosotros le dice: “Ven y ponte a la mesa, mientras yo te sirvo"?... ¿Es que tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Pues, lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”». No, el problema no está en tener mucha fe, sino en hacer lo que nos pide la poquita que tenemos. La fe es un don de Dios que hay que pedir con humildad; pero, por mucha que se tenga, si no se vive conforme a ella, no sirve de nada. Y esa es nuestra responsabilidad. Aunque sea lo primero, lo importante no es tenerla, sino cumplirla de verdad. Está de moda decir: «soy creyente, aunque no practico». ¿De qué sirve, entonces? Ahí apunta hoy el Señor: practicar es justo lo nuestro, porque de lo otro ya se encarga Dios. No pagará el Señor la fe que dijimos tener, ni los entusiasmos que pasaron con la fiesta o la romería, sin transformar nuestra vida... El Señor pagará nuestras obras. Esas de las que volvemos cansados cada día. Y, si hicimos lo que nos tenía mandado; si hicimos lo que teníamos que hacer como siervos suyos... ¡Entonces nuestra vida está apoyada en Él! Y eso es tener fe de verdad; eso es practicarla como tal.

La sorpresa es que, al final, el Señor se saltará la parábola. Porque también nos habló de un banquete eterno, que él mismo servirá a los que fueron sus siervos. Es lo que pregustamos cada domingo, cuando Él nos sienta a su mesa. Es ahí donde, con su don extremo por nosotros, premia nuestros esfuerzos de la semana y sigue sosteniendo nuestro camino de fe: esa que vivimos de verdad, aunque sea tan pequeña como un minúsculo grano de mostaza...