VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Marcos 1, 40-45: "Quiero, queda limpio"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Quiero, queda limpio" 


La Escritura presenta el mundo entero prisionero del pecado (Gal 3,22). Prescindir de esta visión es ignorar o negar la obra de Jesucristo. San Pablo, insigne conocedor de la Escritura, nos la presenta en función de esta realidad. Una vez que por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado, todas las criaturas juntamente con el hombre viven sometidos a la servidumbre de la corrupción, con la esperanza de ser liberadas (Rom 5,12; 8,20-21). Todo mira a Cristo. Porque Jesucristo es el único que salva al hombre, liberándolo de sus pecados.

Ahí está la historia de la lepra. Hoy la lectura evangélica nos la sugiere. En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Jesús, sintiendo lástima, extendió la mano y le tocó diciéndole: Quiero, queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio.

Este leproso, así curado por Jesús, nos trae el recuerdo de otros enfermos de lepra, de los cuales nos habla la Escritura Santa: María, la hermana de Moisés, a quien el Señor castigó con la lepra, por haber murmurado de su hermano, en unión con su otro hermano, Asrón (Num 12,10). Ozías, el rey de Judá. Naamán, el sirio, jefe del ejército real. Y, sobre todo, Job. Y ¿cómo olvidar aquellos diez leprosos, que salieron al encuentro de Jesús, cuando él iba camino de Jerusalén?

Más que cualquiera otra enfermedad, la lepra se presenta en la Escritura como fruto y castigo del pecado. Su curación fue signo elocuente del poder de Dios en Jesucristo. Él mismo diría a los discípulos de Juan: Id y contad a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpios... ! Desgraciada la suerte de estos pobres enfermos, condenados a vivir aislados del resto de los hombres, sin alivio alguno para su mal! En todo su laconismo, resulta elocuente esa norma que regulaba en Israel la suerte de los leprosos, una vez hecho por el sacerdote su diagnóstico: El que haya sido declarado enfermo de lepra, andará harapiento y despeinado, con la barba rapada y gritando: ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la lepra, seguirá impuro; vivirá fuera del campamento. Así lo narra la primera lectura.

Y, con todo, y con ser horrible la suerte de los leprosos, no era eso lo peor. Lo peor era ?y lo ha sido durante siglos en todas las latitudes? la frialdad, la indiferencia, el desprecio de la sociedad humana para con ellos. Hoy las cosas, dado el progreso de la medicina, ha variado mucho entre nosotros. Pero hay otros males, otras plagas, que vienen a confirmar este juicio. Ahí está la plaga del hambre. Una gran parte de la humanidad se ve afectada por ella. Y eso, cuando todos somos conscientes de que podría remediarse fácilmente. La realidad de nuestro mundo sigue confirmando la verdad de la Escritura, cuando nos presenta al mundo entero "prisionero del pecado".

Jesucristo ha salido al encuentro del mundo para salvarlo de todos sus males. Por todos se ha entregado. Lo recordamos de manera viva en la celebración de la Eucaristía. Jesús curó a los leprosos, dio de comer a los hambrientos. Mas, para alcanzar la salvación de todos, él mismo quiso experimentar personalmente el hambre, la sed, las humillaciones, el dolor. Vivió en absoluta pobreza. En É1 se cumplió el anuncio del profeta: Tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias. Nosotros le estimamos como leproso, herido de Dios y humillado (Is 53,4).

Lo entendió Francisco de Asís, cuando andaba en búsqueda de su propia vocación, recién convertido. Un día se encontró con un leproso. Él, tan sensible, tan pulcro y delicado, lo abrazó y lo besó; cambió con el enfermo sus vestidos. Desde aquel día, se gozaba en frecuentar el trato con los leprosos; los cuidaba, los atendía con toda afecto, compartía su comida. Así aprendió a desposarse con la pobreza y levantó en alto la bandera del amor para con todos los hermanos. Y es que, por vencer en nosotros el egoísmo y liberarnos de toda esclavitud, Jesucristo ha querido hacernos partícipes de su amor para con Dios y con los hombres. Así nos transforma y nos convierte en instrumentos de su obra salvadora ¡Que nosotros no cerremos nuestro corazón a la gracia de su Espíritu!