II Domingo de Pascua, Ciclo B
Juan 20, 19-31: "Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios"

"Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe". Así razona en su carta el Apóstol y evangelista San Juan, el Discípulo amado del Señor. Nosotros, creyentes, podemos entender su razonamiento. La fe es un don de Dios. El hecho de creer prueba que el Espíritu del Señor actúa en nuestro corazón, moviéndole y capacitándolo para aceptar la llamada de Dios. "Nadie puede decir "Jesús es el Señor", sino bajo el influjo del Espíritu Santo", afirma San Pablo (1 Cor 1.2,3).

La fe es un salto de las realidades de aquí abajo, hasta aquello que trasciende todas las posibilidades del mundo y del hombre. Si el hombre se ha abierto por la fe a la acción del Espíritu de Dios, que posibilita ese salto infranqueable a toda fuerza humana, entonces es que el Espíritu del Señor está con él, derrama la vida de Dios en su corazón. ¡Es ya hijo de Dios! Si ha nacido de Dios, tiene consigo la fuerza del Espíritu. Ha aceptado, entonces, esa realidad maravillosa que es Jesucristo, "muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación". Ahora bien, si acepta esa realidad, que es Jesucristo vivo, Señor de vivos y muertos, Jesucristo está con él. Puede repetir con Jesucristo: "Animo, yo he vencido al mundo" (Jn l6,33). La victoria que vence al mundo es nuestra fe cristiana. ¡Gran cosa es la fe! Grande, noble y bella. No existe en el mundo fuerza que se la pueda comparar. Todos los valores del mundo, todos los tesoros de la tierra, todo el poder de los hombres no alcanzan el poder, la belleza y la fuerza de la fe cristiana.

Con ser un valor tan alto, la fe tiene sus dificultades. Los que hemos heredado de nuestros padres y antepasados el tesoro de nuestra fe tenemos obligación de transmitirlo a quienes vienen detrás de nosotros. Pero no la podremos transmitir, sino en la medida en que nosotros mismos la vivamos. Si la vivimos, daremos testimonio eficaz y así la transmitiremos. No es posible transmitirla, sin vivirla intensamente, generosamente, honradamente. Nosotros mismos, los Creyentes, experimentamos cada día la dificultad de vivir nuestra fe cristiana. Sí, la fe es algo difícil. Y, por eso hemos de ser comprensivos con aquellos que no creen. Con los que se dice ateos, con los que se profesan incrédulos, con los jóvenes que discuten la fe de sus padres. Muy comprensivos y pacientes con los débiles en la fe; ya que nosotros mismos experimentamos las dificultades de creer. ¿Porqué no creemos? ¿Porqué nuestra fe no es viva y operante? ¿Como es que no influye en nuestros criterios, en nuestros razonamientos, en nuestras decisiones; en nuestras actitudes ante la vida, en nuestras obras? La dificultad de la fe es inherente a su misma manera de ser. Porque, ¿qué es creer? Creer es admitir y aceptar una realidad que no vemos, que no es. objeto de nuestra experiencia inmediata; la admitimos a través del conocimiento de otra persona, que nos da testimonio de ella. Entre nuestra fe y la realidad está el testigo. Para creer he de aceptar la participación en la ciencia, en el saber, en la experiencia de ese testigo. Y la conciencia que él tiene de sus conocimientos y de su veracidad. ¡Ah! Esto es ya difícil de suyo para nosotros.

Otra cosa es ya aceptar el testimonio de Dios. Y, por eso, la fe tiene también más exigencias. En el caso de Dios tengo que aceptar totalmente su testimonio, renunciado a comprobar por mi mismo la realidad que él me testifica. He de remitirme ciegamente a la ciencia y veracidad de Dios. Y esta es mucho más radical; nos hiere en lo más profundo. Pero Dios es bueno y comprensivo con todos. A cada uno de los hombres los va llevando por la vida de manera que, al llegar a determinadas encrucijadas, el hombre se ve frente por frente al problema radical de su vida; ante el problema fundamental, de la vida y de la muerte; frente al gran problema de nuestro propio destina definitivo. Podemos comprender ahora las razones que tenía Tomás, cuando se negaba a aceptar el testimonio de sus compañeros. "Si no veo en sus manos la señal de los clavos; si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado no lo creo". Hubo de oír la corrección del Señor: "No seas incrédulo, sino creyente".

Que no tenga el Señor que repetirnos a nosotros estas palabras. Decidámonos a vivir cada día el Evangelio de Jesucristo. Que ésta y no otra cosa es vencer al mundo con la fe cristiana. Que el Señor nos pueda declarar "dichosos", por creer sin haber visto.