Solemnidad de San Pedro y San Pablo, Ciclo B
Mateo 16, 13-19: «Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»

La liturgia de esta solemnidad pone de relieve la diversidad de los carismas de los dos protagonistas: «Pedro fue el primero en confesar la fe, Pablo, el maestro insigne que la interpretó; aquél fundó la primitiva Iglesia con el resto de Israel, éste la extendió a todas las gentes». Los extremos se tocan, y así el primero y el último de los apóstoles se sitúan en el vértice de la Iglesia de Cristo, convirtiéndose Pedro en su Vicario en la tierra, y Pablo en el «más grande misionero de todos los tiempos, el abogado de los paganos, el apóstol de los gentiles».

Pedro fue el primero que confesó la fe en Cristo, pero no se daba exactamente cuenta de lo que estaba diciendo, ya que se lo sugirió el Padre celeste, el único que conoce perfectamente al Hijo. Pablo fue el “vidente”, que, camino de Damasco, vio la gloria del Hijo de Dios y Cabeza de la Iglesia, del que se hizo anunciador con la palabra escrita y oral.

Pablo era un tejedor de tiendas, aún habiendo estudiado en la escuela de Gamaliel convirtiéndose en Doctor de la ley. Pedro es un simple pescador de Galilea que le parecen difíciles las cosas que decía Pablo e sus cartas. Pero será Pablo, tras una revelación de Cristo, quien irá a encontrarse con el pescador a Jerusalén, 14 años después de comenzar su predicación «por si acaso mis afanes de entonces o de ahora eran vanos» (Gal 2,2). Pedro, Santiago y Juan, considerados las columnas de la Iglesia, le «dieron a él y a Bernabé la mano derecha en señal de comunión». Y de este modo, Pedro confirmó a Pablo, ya que había recibido el mandato de Cristo de confirmar a todos los hermanos. Así el Pescador está por delante del Doctor de la ley, porque Dios no tiene acepción de personas.

La liturgia de este día inicia y concluye pidiendo al Señor que conceda a su Iglesia «seguir siempre las enseñanzas de los apóstoles» y «perseverar siempre en la fracción del pan y en la doctrina de los apóstoles». Todos los que se alimentan del mismo cuerpo de Cristo, tiene que nutrirse de la única verdad de Cristo, transmitida por los apóstoles por los apóstoles y confiada a su Iglesia que ha sido fundada «sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef 2,20). Los que así perseveran forman un sólo corazón y un alma sola, así como fueron unidos «en dichosa fraternidad los dos santos apóstoles» Pedro y Pablo.

Gallo, docto presbítero romano de finales del siglo II, escribía contra Proclo: «Si vas al Vaticano o a la vía de Ostia, yo te puedo mostrar los trofeos de los fundadores de esta Iglesia». Es el testimonio escrito más antiguo sobre la sepultura de los epígonos del cristianismo, unidos, una vez más, en el testimonio del martirio en la capital del Imperio Romano. Sabemos cómo y cuando Pablo llega a Roma (por mar a Pozzuoli en el invierno del 61), no así en el caso de Pedro, pero sabes con certeza que ambos fueron ejecutados ha mediados de los años 60 en Roma. Según los “Hechos de Pedro”, el Pescador de Galilea fue crucificado con la cabeza para abajo.

Roma a dado al mundo el derecho, Grecia el arte, el cristianismo el amor. El amor fue el don que los dos protagonistas de esta solemnidad dieron al gran imperio, aunque sólo recibieron a cambio odio y muerte. Pablo, que enseñó a los Gálatas el himno de la caridad (Gal 13, 1-13), vienen a proponerlo a los “agrestes” romanos; a la “fuerza” de las armas, Pedro ordena meter la espada en la vaina, siguiendo las enseñanzas del Maestro. Él, que mirando a los ojos del Señor le dijo por tres veces «tu sabes que te amo», opone al “derecho” romano, la fuerza del perdón indefinido del «setenta veces siete».

Pedro viene a Roma para que «la Babilonia de los gentiles» (I P 5,13) se transformase en la ciudad de Dios y en la capital del “Imperio de Cristo”, como lo ha sido gracias a él y a sus sucesores hasta nuestros días.

Todo el mundo cristiano se alegra hoy en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, cuyas tumbas han sido a lo largo de la historia meta de peregrinajes tan abundantes como a los lugares santos de Palestina. Que puedan los dos Príncipes de la Iglesia obtenernos del “Gran Pastor de las ovejas” el sentido profundo de la unidad en la diversidad en la ecumene de su Iglesia.