Fiesta: Exaltación de la Santa Cruz, Ciclo B
Juan 3, 13-17: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre»

Con las imágenes evocadoras del relato del Génesis expresó Dios el origen del mal que afecta al hombre. Él lo creó como amigo y heredero de todos sus bienes; partícipe de su vida y destinado a la felicidad eterna con Él. Fue ese ser, enemigo de Dios y de sus proyectos, quien, disfrazado de serpiente y encaramado sobre el árbol de la ciencia prohibida, sedujo al hombre engañosamente. Con su astuta mentira, inoculó el veneno de su soberbia en el corazón humano. El hombre, desobedeciendo la ley del Señor, mordió su fruto, probó lo que era el pecado y quedó, así, sometido a sus consecuencias. Sí, desde aquel árbol, que podía dar la experiencia del bien y del mal, triunfaba la serpiente diabólica sobre la bondad de Dios. Y el hombre, herido ya de muerte, era degradado de la condición en que fue creado y excluido del futuro al que Dios lo destinó desde el principio.

Pasaron los siglos. Y aquel pueblo, recién rescatado por Dios de la esclavitud para llevar a cabo sus planes de salvación, también fue mordido por la serpiente ancestral. Cansado del esfuerzo que suponía la prueba del desierto, desconfió de Dios y de sus intenciones de liberación: El pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés. El Señor envió contra el pueblo serpientes venenosas, que los mordían, y murieron muchos israelitas. El Señor, entonces, le indica a Moisés el remedio contra todo mordisco mortal: «Haz una serpiente y colócala en un estandarte: los mordidos de serpiente quedarán sanos al mirarla». Era un signo, una señal con la que Dios anunciaba “en figura” dónde estaría la curación definitiva para no morir y poder alcanzar la tierra prometida, el destino soñado. Jesús nos aclara hoy el misterio encerrado en aquel signo, que tendría en Él su cumplimiento. Y es que, a la luz de la resurrección gloriosa del que fue clavado en una cruz, podemos reconocer el triunfo del amor de Dios y la victoria de Cristo sobre el poder del mal.

San Pablo nos lo explica hoy magníficamente con las estrofas de un himno inspirado, un canto con el que los primeros creyentes en Cristo expresaban su fe en Él al mirar la cruz: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios,... se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de Cruz...». Sí, cuando Dios recomendó a Moisés figurar una serpiente suspendida en estandarte, pensaba en Cristo: bajo la apariencia de reo culpable a los ojos del mirar humano; contado entre los malhechores que merecían la cruz dolorosa y maldita. Pero que así precisamente, disfrazado de pecador, se convertía en el signo supremo del amor de Dios y su salvación. Por eso, el mismo S. Pablo nos llega a decir: A quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justos (2Cor 5, 21). Sí, el Hijo que procede de la misma esencia de Dios se despojó de su rango y bajó de lo alto para tomar esa condición humana débil y herida de muerte ante el acoso del mal. Y no sólo eso, sino que, sin probar el pecado, se solidarizó con la humanidad pecadora... ¡Hasta identificarse con los que más sufren sus consecuencias abrazándose a la cruz! Y así, se ha convertido en antídoto contra el veneno inoculado en el corazón de los hombres por el mordisco de aquella serpiente maligna.

Y es que la medicina contra el engaño del que es padre de la mentira es la verdad del amor de Dios que se manifiesta, hasta el extremo, en la entrega de su Hijo. Y es que la cura de esa soberbia que es raíz de todo pecado es la humildad que el Señor nos mostró, hasta el límite, en su pasión. Y es que el remedio contra toda tentación es la obediencia de Cristo hasta la muerte, y una muerte de cruz. Fijemos hoy nuestros ojos, hermanos, en ese madero santo donde fue alzado el Señor; ese estandarte de su victoria sobre el mal y la muerte que sufre la humanidad. Mirémoslo con la fe de la Iglesia, que hoy proclama agradecida: Te damos gracias, porque has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que donde tuvo su origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido.

Sí, miremos siempre ese árbol al que ha subido no ya el diablo embustero, sino el mismo Hijo que es la Sabiduría de Dios: desde él nos ha dado su mejor lección; en él nos ofrece la verdadera ciencia para acertar a distinguir el bien del mal; con él nos enseña a discernir y obedecer la voluntad concreta de Dios; de él mana la fuerza para resistir, como Cristo, la oposición del maligno y su tentación; por él recuperamos la vida perdida y alcanzamos la herencia eterna, aquella de arriba que desde el principio se nos prometió.