XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Marcos. 9, 30-37: «No entendían aquello, y les daba miedo preguntarle»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«No entendían aquello, y les daba miedo preguntarle»

Del libro de la Sabiduría escuchamos este Domingo la primera advertencia del Señor: lo que piensan los impíos, esos que no cuentan ya con Dios y calculan y deciden sólo conforme a su propia ambición. Fue San Agustín quien definió el pecado como “un rechazo de Dios para servir sólo a la criatura”. Puede ser el dinero, el disfrute o el poder. Aún a costa de frustrar la ilusión de otra gente; aún a costa de sembrar sufrimientos y dolor; aún a costa de aplastar, con tal de subir. Sólo cuenta esta vida y lo que en ella uno pueda lograr para sí. No hay más futuro ni posibilidad que el que, según nuestros cálculos y con nuestro sólo esfuerzo, podamos alcanzar. Dios no entra aquí para nada. La historia no es ya su lugar. Y se le da de lado, para que no estorbe. ¿El resultado final?

¡Mira lo que hoy nos enseña el Señor!: Se dijeron los impíos: “Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados… lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupe de él”. Todas esas situaciones injustas y de opresión, esas que palpamos en carne viva, o leemos en la prensa, o escuchamos a diario por la radio o en televisión, son la prueba evidente de esa ambición humana que nunca cuenta con Dios. Son el resultado de las maquinaciones e intereses que rompen, con su pretensión, el orden querido por Dios. El Salmo de hoy es la oración de todos aquellos que, siendo víctimas, se vuelven a Dios, confiando en su fuerza y en su plan providencial: Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.

Como era de esperar, el Señor no está sordo al clamor de los que piden justicia ante la injusticia; de los más indefensos que, ante la opresión o el dolor, se dirigen a Él como solución. Sólo que responde de un modo inesperado, tan sorprendente como de desconcertante es su misericordia. Escucha hoy cómo pretende salvarnos Dios.

Ungido por el Espíritu que sabe lo que agrada a Dios, Jesús es el Mesías que invitaba a entrar en un nuevo Reino, una nueva situación donde se imponía el tremendo amor de Dios. Jesús no quería levantar heridas, sino sanar; no venía como líder de una revolución enfrascada, de nuevo, en el círculo maldito, en la dialéctica diabólica de responder a la violencia con otra violencia. No quiso imponerse desde arriba, pasando sobre los más débiles, como hacen los que calculan los destinos del mundo según su propia ambición. No lo hizo bajo el esquema de la evolución, donde termina dominando sólo el más fuerte, sin contar ya el desecho. Lo hizo desde el amor, que nunca se impone por la fuerza, ni desde la ley del que más puede. Un amor que se acerca con preferencia al que está debajo, soportando el olvido y la marginación de los únicos que cuentan. Él había venido a abrazarse con el destino de los últimos que, sin embargo, son los primeros para Dios.

Por eso, va ya con decisión a Jerusalén, sabiendo lo que le espera: ser aplastado por el aparato de aquellos que quieren eliminar al que molesta y estorba. Dios no sólo atiende el lamento de aquellos de los que siempre se abusa, sino que comparte su destino para transformarlo en salvación, por el amor. Y dice a sus discípulos: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará. Pero sus discípulos no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Ellos estaban en otra onda, conforme a los criterios de este mundo; como aquellos que piensan que sólo desde arriba, desde los puestos influyentes, se puede hacer algo para arreglarlo. Así, sabiendo que iba a culminar su destino como Mesías, van discutiendo quién sería el más importante. Y Jesús, entonces, les da otra clave para que miren en dirección opuesta, aquella en la que mira Dios, y ayudarles así a entender quién es el importante, el más importante para Dios: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos lo abrazó y les dijo: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí”.

Es la estrategia de Dios que Él quiso para su Iglesia: ponerse abajo, para poder abrazar al débil, y ser entonces ese «sacramento del amor de Dios a los hombres» que es siempre la verdadera fuente «del amor de los hombres entre sí».