Conmemoración de los fieles difuntos
Mateo 11, 25-30: «Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna»

En la cumbre de su creación material, recién salida de sus manos, Dios situó al hombre. Formado de cuerpo caduco y mortal, fue alentado por ese espíritu que es capaz de aferrarse a lo eterno. Así, siendo de naturaleza mortal, el hombre apegado al Dios vivo y fuente de toda vida no quedaba destinado a la muerte. Con su desobediencia el hombre quedó a merced de su propia naturaleza, sometido al dolor y a la muerte. Por eso dice la Escritura que “la muerte es la paga del pecado”. Dios, que es Señor de vida, no se resignó y prometió la redención de la muerte a los que quedaban bajo su dominio implacable.

Ya en el Antiguo Testamento se escucha el anhelo de los justos, su esperanza de ver y gozar de Dios después de la muerte. El salmo de hoy nos lo recuerda: Contemplaré la bondad del Señor en el país de la vida. Igual que Job, que ante la desgracia decía: Yo sé que está vivo mi Redentor y que al final yo resucitaré de la tierra. Y en mi carne veré a Dios, mi salvador. Yo mismo lo veré y no otro. Mis propios ojos lo verán.

Esta esperanza ha tenido respuesta en Jesús. En él se ha cumplido la promesa hecha por Dios desde el principio. El Hijo que procede de Dios y es su vida misma tomó carne mortal, se solidarizó con la humanidad dominada por la muerte, para revestirla de la gloria inmortal a que Dios la destinó desde el principio. Pero ese tránsito le costó. Sí, le costó crecer, no sin sufrimiento; le costó morir para lograr la vida. Fue su tránsito del ámbito del Padre al seno de María; del seno virginal al ámbito de la vida terrena; hasta lograr con su obediencia ese otro paso pascual hacia la plenitud. La plenitud del hombre en la plenitud de Dios. Este misterio de Cristo nos desvela el itinerario del hombre para alcanzar la Vida, esa vida que perdió y ahora ya puede recuperar en Cristo.

Primero, nos desarrollamos para este mundo en el seno materno, cálido pero estrecho. No sin dolor nacemos a esta vida, a esta existencia terrenal donde han de crecer y madurar los hijos de Dios. Aquellos que por la fe y el bautismo ya son de Cristo, pero que, al igual que él, han de perfeccionarse. Como él, que aún siendo el Hijo aprendió sufriendo a obedecer para convertirse en modelo de todos los que le sigan. Y por eso nos asegura hoy en su Evangelio: Todo lo que me da el Padre vendrá a mí; y al que venga a mí no lo echaré fuera. Porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad de mi Padre: que no pierda a ninguno de los que me dio, sino que los resucite en el último día. Así al igual que nacemos a esta vida no sin dolor, pero a un ámbito mejor, de más plenitud, así también, mediante el esfuerzo de la obediencia a Dios y el dolor de la muerte, llegamos a la altura y profundidad, a la anchura y la inmensidad de la vida de Dios, que es nuestro destino.

Hoy la Iglesia pide por todos los difuntos, aquellos hermanos nuestros que compartieron nuestra existencia y también la muerte de Cristo, para que sean llevados a la gloria definitiva. Y si algo falta a su madurez por falta de obediencia en esta vida terrenal, que sean nuestros méritos y nuestro amor los que les completen y perfeccionen para su encuentro con Dios. Esta oración nuestra seguro será escuchada, porque responde al interés de Dios como nos asegura San Pablo en su Carta a los Romanos: Dios nos ha demostrado su amor cuando Cristo murió por nosotros siendo nosotros pecadores...Y, si cuando éramos enemigos hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora, que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Y no sólo esto, sino que nos gloriamos en Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo por el que hemos llegado a la reconciliación.