XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Marcos 13, 24-32: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán»

Por boca del profeta Daniel, Dios animaba a su pueblo que sufría en sus carnes la opresión del poder invasor. Él, que es el verdadero Señor de la historia, le anunciaba así el desenlace final, frente a todos los demás poderes y la pretensión de los que dominan sobre las naciones. No, nada quedará sepultado ni caerá en el olvido. Los que vivieron sinceramente conforme a la sabiduría de Dios, aunque no contasen ni fuesen reconocidos, brillarán al final y para siempre. Con más esplendor que todos los demás que, dándoselas de sabios, quisieron imponer sus propias convicciones al margen de Dios y fueron aplaudidos transitoriamente. Sí, los que arrastraron con su ejemplo para que otros con los que convivieron encontraran su verdadero camino, aquél que les podía llevar a Dios, brillarán para siempre en el firmamento definitivo. Aunque en este temporal pasasen desapercibidos o fuesen oscurecidos por el fulgor deslumbrante de los que alardeaban de su éxito fugaz y de propio influjo para crearse adeptos.

Cuando se acercaba al final trágico y el fracaso aparente de su vida terrena, Jesús quiso también animar a sus discípulos. Los quería preparar a afrontar con Él el desenlace. Los quería disponer, a ellos y a nosotros, para asumir la tarea a que nos destinaría de ser sus testigos en el mundo, desde su Resurrección como Señor y hasta su venida gloriosa al fin de los tiempos, a pesar de las dificultades en contra. Las palabras de Jesús, que hoy escuchamos en su Evangelio, son parte de aquel su discurso de despedida con el que quiere darnos confianza y seguridad. Y, así, nos anuncia cuál será también nuestro final. Es el futuro cierto de la historia, que marca su verdadero sentido. No sabemos el día ni la hora, pero seguro que llegará. Nos lo ha revelado el que conoce el proyecto del Padre a la perfección y nos lo ha anticipado ya como realidad con su Resurrección. No es utopía presentida por la que luchar, sino consumación final de lo que en Él se ha cumplido y es primicia ya.

Será la entrada triunfal y definitiva de Dios en la historia de los hombres: como hizo aquella vez que arrancó a su pueblo de las garras del Faraón; como realizó hace dos mil años al resucitar al que los poderes del mundo quisieron eliminar, porque se oponía al orden por ellos establecido. Y es que en el poder de los hombres que determinan la historia según sus cálculos sólo está el futuro inmediato, pero no el definitivo ni la dirección dominante. La historia la lleva, sobre todo, Dios y en ella cumple sus planes. Sus planes buenos y santos de salvación a través de Cristo, que es el Señor, y con la fuerza de su Espíritu, que no cesa de impulsarla hacia el futuro definitivo marcado por el Creador: A pesar de la oposición de los que quieran llevarla en otra dirección; y conforme a las decisiones justas que despiertan las mejores esperanzas. Sí, entonces y al final, se comprobará con creces cómo lo bueno tiene futuro, mientras que lo malo quedará sin salida, ni prosperidad. Es el orden justo que finalmente se impondrá para siempre, como una nueva creación que se impone sobre la primera frente al orden establecido con tanta ambigüedad entre el bien y el mal.

Cuando alguien te diga con preocupación y pesimismo: «¿A dónde vamos a llegar?», no dejes de responder como cristiano: «Pues yo no se si Vd. lo sabe, porque yo lo tengo seguro: vamos a la resurrección y a la vida plena, sin límites de bondad y felicidad junto al Señor». Por eso, los cristianos, en cada generación, somos reunidos por el Resucitado cada domingo, para rememorar y pregustar con Él este destino nuestro y de toda la humanidad. Y allí suplicamos juntos, cuando Él se hace presente sobre el altar: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!». Y es que, como nos dice hoy la carta a los Hebreos: Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies. Y el último enemigo que vencerá para siempre será la muerte. Por eso, alegrémonos hoy con el salmista que exclama: se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena: Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.