IV Domingo de Adviento, Ciclo A
Lucas 1,39-45: «¡Dichosa tú, que has creído!»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

«¡Dichosa tú, que has creído!»

La liturgia de este domingo nos quiere preparar a recibir con alegría cristiana al que nacerá en Belén. Esa ciudad pequeña entre las aldeas de Judá, como nos recuerda hoy el profeta. Pero elegida por Dios para el nacimiento entre nosotros de su propio Hijo, hecho carne. Nadie mejor que la Virgen Madre nos puede enseñar a cómo alegrarnos del nacimiento del Señor. Es ella la que nos puede transmitir su propia alegría ante la llegada inminente de Jesús.

Lo escuchamos hoy en el Evangelio. Cuando María llega a casa de Isabel, todo es una explosión de alegría: la alegría de verse las dos hechas madres por obra de Dios; la alegría de encontrarse los dos hijos que van a nacer; la alegría, sobre todo, por la salvación en ciernes que Dios va, por fin, a realizar... "¡Dichosa tú, que has creído!" -le grita Isabel-, "porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá".

Sí, María se alegra porque se cumplen los planes de Dios, cambiando la suerte de los que la habían perdido y poniendo en evidencia la falsedad del disfrute de los satisfechos... aquellos que parecen los felices y contentos y que siempre nos quieren hacer creer que la alegría viene de la mano del dinero, de la fama, del poder o del placer. Es gozarse en un amor de Dios volcado en los sencillos, aquellos de los que siempre se abusa, aquellos que no creían tener futuro, porque no cuentan para el mundo... aquellos que nunca alcanzan sus mejores ideales porque son aplastados por los más "listos" y "avispados" que logran subir a costa de pisar a otros... Es la alegría de comprobar un amor que desborda todo cálculo y que desconcierta toda la lógica basada en la ley del más fuerte... Es la alegría de toparse con la misericordia de Dios para con los que eran continuamente excluidos por aquellos que se sentían los únicos justos, con derecho a la salvación... Era la alegría de un Dios que se acerca tanto, tantísimo a todos y a cada hombre, que se identifica con el que no cuenta, el último en quien menos se podía pensar... ¡Hasta hacerse como él!

Es así, hermanos, como María nos dice hoy dónde está el secreto de la alegría, el camino de la auténtica felicidad. No la que nos ofrecen esos rostros sonrientes pero que enmascaran insatisfacción y vacío interior. Esos hombres y mujeres que consideramos felices en las revistas de sociedad, o en la prensa del corazón, o en las entrevistas de la tele, pero que no es verdad, sino sólo fachada o propaganda en la que montan el rollo del que viven... A la corta o a la larga nos enteramos que aquello mismo de lo que alardeaban, con rostro henchido y satisfecho para envidia de muchos, se vuelve a romper o termina por aburrirles. Y comienzan otra aventura, otro camino, otra ilusión... para volverse a quebrar después. María nos grita hoy dónde está el secreto escondido de esa alegría pura y auténtica, que nada ni nadie nos puede quitar, que nunca nos puede cansar; esa aventura y esa libertad para la que está hecho cada hombre y cada mujer; esa que ni nos esclaviza a lo que no nos puede saciar, ni esclaviza a otros al tratar de conquistarla; esa que está al alcance de cada uno y tan cerca de cada corazón.

Y es que, en el fondo, el amor es la fuente del gozo y el motivo que da sentido a la libertad. Pero es ese amor fiel de Dios que no falla, que es seguro, que es inmenso, el único que no nos puede defraudar, sino más bien llenar... Sólo tiene un inconveniente: está oculto, no es superficial... se halla en lo profundo de cada uno y enterrado en lo pequeño que nos roza cada día. Y, por eso, no suele contar y pasa desapercibido para los ojos engreídos de mirar arrogante; y, por eso, no puede ser experimentado por los corazones egoístas y raquíticos, faltos de grandeza y generosidad, que se conforman con la satisfacción fugaz de los sentidos y el disfrute de las apetencias del momento. Pero que está claro, muy claro y contundente para los que saben mirar como Isabel, como María, apreciando el amor inmenso del Señor que se hace presente, tan de verdad, en ellas mismas: ¡dichosa tú, que has creído y has consentido con tu "sí"! Porque lo que te ha dicho el Señor, seguro, seguro, con toda seguridad, se cumplirá. No es una alegría exclusiva y suya nada más. Es la alegría de saber que Dios viene para todos... viene para salvar no a unos pocos privilegiados, sino a colmar de sus bienes, hasta saciar, a todos los hambrientos de verdad, de justicia y de bondad.