XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 10, 37-42: "El que pierda su vida por mí, la encontrará"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"El que pierda su vida por mí, la encontrará"

Al volver al Tiempo Ordinario del Año Litúrgico es fácil sentir añoranza por las grandes solemnidades que han marcado el Tiempo Pascual y las que hemos celebrado a su término: la Santísima Trinidad, el Corpus y el Sagrado Corazón de Jesús. Los textos bíblicos y las oraciones litúrgicas eran de sorprendente belleza. Por el contrario, los domingos del Tiempo Ordinario ofrecen textos más humildes, menos llamativos, hasta quizás hacernos pensar que "Ordinario" sea sinónimo de mediocre o poco importante. Que nadie se deje llevar de esa tentación, que además de falsa es dañina para la vida del espíritu.

La gran virtud de este tiempo es el obligarnos a abandonar la costumbre de volar alto, para excavar en profundidad en nuestra vida, y poder comprobar si las maravillas contempladas en las grandes solemnidades han calado en lo profundo de nuestros corazones y las estamos testimoniando en la vida de cada día. Acerquémonos ahora, sin prejuicios, a las lecturas de este día y descubriremos que poseen una riqueza extraordinaria de temas referentes a los aspectos esenciales de la vida cristiana, teniendo como referente el amor absoluto por Jesucristo.

El problema de fondo de toda la vida cristiana es el amor: amar a Jesucristo por encima de todo y de todos; ésta es la esencia del cristianismo, como afirma el evangelio de este domingo con toda claridad. El que ama a Jesús ama también la cruz, en la que está la fuente para participar en la vida de los hijos de Dios; el que se ha convertido en hijo de Dios realiza con gran gozo las obras del amor para con el prójimo. Las consecuencias de este amor absoluto por Jesucristo vienen bien ilustradas hoy por la Carta a los Romanos y el 2º Libro de los Reyes.

Jesús es la encarnación del amor infinito de Dios para nosotros, por lo que tiene derecho a un amor absoluto de nuestra parte. Es cierto que nuestro amor hacia Él no se mide con el metro del sentimiento, sino sobre la sinceridad de la inteligencia y la voluntad. No es un amor que se siente, es amor que se quiere. Si para ser fieles a ese amor se debe caer en la desaprobación o, incluso, en el odio de los progenitores, de los hermanos, de los hijos, el amor por Jesús debe vencer sobre los afectos y los sentimientos más queridos. Así lo dice Jesús: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí". Por eso, este amor se puede convertir en crucificante y martirizante; el Maestro lo reconoce y afirma: "El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí". Sí, con estas advertencias el Señor nos dice que si queremos vivir en cristiano, no podemos excluir la posibilidad del martirio. No, no debemos tener miedo de esta posibilidad, porque cuando el amor hacia Cristo es sincero, permite afrontar con serenidad y gozo todas las pruebas de la vida, incluso las más trágicas.

A quien le ama y participa en su cruz, Jesús le promete una vida misteriosa y maravillosa que eleva al hombre por encima de su condición natural. El evangelio de hoy no dice cómo y dónde se adquiere esta vida, deja que sea San Pablo quien complete las enseñanzas de Jesús con los densos versículos de la Carta a los Romanos. La vida prometida no es otra que la del Señor resucitado, ofrecida al hombre en el bautismo. Precisa, no obstante el Apóstol, que el bautismo introduce en la vida del Resucitado en cuanto es participación del misterio pascual, es decir, de la muerte y resurrección de Cristo y, por tanto, de su victoria sobre el pecado: "Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte". La vida bautismal, es vida pascual, es vida de resucitados; San Pablo la presenta lapidariamente así: "Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús". Dar y acoger deben ser los rasgos características de los renacidos en el bautismo.

Las notas finales del evangelio de este día nos remiten a la 1ª lectura, que nos narra la hospitalidad con que fueron recibidos por una familia Sunamita, el profeta Eliseo y su discípulo Guiezi. Demuestra cómo el Señor premia a los que saben acoger y dar con el estilo de los hijos de Dios. El premio de la maternidad por la caridad de la Sunamita no es del todo espiritual, pero tampoco podemos pensar que la bondad de Dios prepara sólo los premios eternos para los que cumplen las obras de su amor. Cantemos eternamente sus misericordias.