XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 16, 21-27: "Carga con tu cruz, y sígueme"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Carga con tu cruz, y sígueme"

Empezamos el comentario de hoy con las mismas palabras que terminábamos la pasada semana, cuando Pablo respondía a nuestras dudas sobre la elección de Pedro como fundamento de la Iglesia. Hoy nos daremos cuenta de cómo Pedro no fue capaz, al menos en los primeros momentos, de penetrar en los juicios de Dios y ver cómo son sabios sus caminos.

Tras indicar sus planes sobre Pedro, Jesús añade que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho... ser ejecutado y resucitar al tercer día. Sí, fue precisamente en ese momento cuando Pedro desentonó e hizo una bruta figura. Justamente él, que acababa de hablar bajo la inspiración divina, cambió el registro y se puso a hablar según la carne y la sangre. Nos dice el Evangelio que, contrariado por el anuncio que hace Jesús de la pasión, se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte. Pedro habló, también en esa ocasión, en nombre de los demás apóstoles, que pensaban como él. La reacción de Jesús y su respuesta será terrible: "Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios. Con qué rapidez Pedro había pasado de lo sublime al abismo más profundo.

No obstante, Pedro merece nuestra compasión; él sabía que Jesús era Dios, por eso no era capaz de comprender cómo Dios tuviese que ser maltratado, rechazado, flagelado y ejecutado. Todavía no había comprendido que los caminos de Dios son infinitamente diversos y lejanos de los de los hombres.

El rechazo de Pedro por parte de Jesús parece deberse a que el Apóstol había pretendido transformarse de discípulo en maestro, más aún, en maestro de su Maestro. En vez de seguir a Jesús quería que fuese Jesús el que le siguiese a él. Y es que, para ser auténticos discípulos del Señor, no basta sólo con seguirle, es necesario dejarse seducir por Él, y Pedro no se había dejado seducir. Quien se deja seducir no discute ni las palabras ni las decisiones del Maestro, sino que se siente profundamente unido a Él, incluso cuando no comprende, incluso cuando ciertas decisiones exigen lágrimas y sangre.

De esta divina seducción nos habla el profeta Jeremías en la primera lectura de este domingo: Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Dejarse seducir por Dios es duro, porque nos obliga a soportar el desprecio del mundo, nos hace decir palabras que muchos rechazarán, realizar acciones que el mundo considerará locura. Pero cuando la seducción divina se apodera de un cristiano, éste habla y actúa como Jeremías: Era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía. Así habló Pedro cuando se transformó en "discípulo seducido"; así habla y actúa cada cristiano que quiera ser digno del nombre que lleva.

Acallado Pedro, Jesús desarrolla delante de sus discípulos la gran lección de la cruz, que no está hecha de madera o metal, ni siquiera es material. Es la renuncia al propio modo de pensar, es la lucha contra las pasiones, es la aceptación del sacrificio, incluso el de la vida con tal de permanecer fieles a Cristo. Quien no esté dispuesto a cumplir esta lección no se engañe de ser cristiano. El seguimiento de Cristo es obligatorio; Jesús es la vida, y el que no sigue la vida se condena automáticamente a la muerte.

La lección de la cruz acaba con una pregunta que nos hace pensar: ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? La respuesta es clara: cuando se trata de la salvación eterna, es necesario "perder" para "ganar".

También la segunda lectura de San Pablo a los Romanos está en sintonía con el Evangelio. El Apóstol nos explica en qué consiste llevar la cruz siguiendo a Cristo. Os exhorto, nos dice, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Para dar este culto espiritual debemos inmunizarnos del espíritu mundano, de todo lo que nace de la concupiscencia de la carne, de los ojos y de la soberbia de la vida: "estar" en el mundo sin "ser" del mundo. Por eso nos dice Pablo: No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente. Sólo así nuestro culto espiritual será agradable a Dios.