XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 18, 15-20: "Reunidos en el nombre del Señor"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Reunidos en el nombre del Señor"

Continuamos a la escucha del Evangelio de Marcos. Este domingo y el próximo nos narrarán el llamado "discurso eclesial", que contiene las normas del comportamiento correcto y fraterno dentro de la Iglesia. Como no podía ser de otro modo, las otras lecturas de esta liturgia festiva están en perfecta armonía entre ellas, orientándose a la iluminación del Evangelio. La lectura profética está tomada de Ezequiel y, la apostólica, de la Carta del Apóstol S. Pablo a los Romanos.

La corrección fraterna es ciertamente una tarea difícil, ya que exige tanta humildad y caridad; pero, por otro lado, es necesaria dado que el Señor la prescribe con gran convicción y la describe con ansia y delicadeza: "Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano". La Iglesia, antes que comunidad es una comunión en la que todos y cada uno estamos unidos a los demás y somos responsables de ellos. La comunión es lo opuesto del egoísmo, del individualismo, del intimismo. Nadie que aspire a ser discípulo del Señor, puede decir: ¿Acaso soy yo responsable de mi hermano? Esta es la pregunta de Caín, no la del cristiano. Cabe la posibilidad de poder conocer el pecado cometido por un hermano en la fe y, entonces, deberemos preguntarnos qué hacer. El Evangelio ya ha respondido por nosotros: Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tu con él, sin hacer publicidad de su culpa, sin juzgar ni condenar. "Reprender" es una obra de quien ama, no de quien condena. Si la reprensión obtiene su fruto, sólo nos queda alegrarnos, pero si no lo obtiene, no es lícito darse por vencidos: la caridad nos obliga a seguir intentándolo. En este caso la reprensión tendrá voces diversas. Así nos lo indica el Señor citando el Deuteronomio: "Toma contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos". Como último recurso queda el apelo a la Comunidad para que pueda intervenir el apóstol o el obispo. Si no escucha ni siquiera a la Iglesia, que sea como un pagano o un publicano, que es lo mismo que decir, que sea excomulgado, que se le imponga una pena medicinal que le haga reflexionar y convertirse.

Encaja aquí perfectamente lo que nos dice hoy la primera lectura de Ezequiel: Si tú no hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado... y él no se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás salvado tu vida. De este modo, Antiguo y Nuevo Testamento concuerdan a la hora de proclamar el deber de reprender, es decir de corregir, al hermano que peca; el que no lo hace desobedece a Dios. Hay también un silencio muy elocuente y doloroso ante el pecado del hermano, pero ese silencio debe ser el preludio de una palabra humilde y fraternal que el hermano espera. Es inadmisible que callemos con el que peca y que después hablemos, más aún murmuremos, de él en privado o en público. Esto es una maldad, tanto mayor cuanto más nos hace gozar y nos divierte.

En nuestros labios, la palabra "Iglesia" puede tener múltiples significados; para Jesús es la reunión de las personas que han acogido la invitación a entrar en comunión con él y con los hermanos; es la reunión de los que creen, esperan y aman según el Evangelio. Sólo nos queda por saber cuántas personas se necesitan para construir la Iglesia. Hoy el Señor afirma que "donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Basta con ser más de uno, lo importante es reunirse en el nombre de Jesús, ya que hemos sido llamados por él y en él creemos. Cuando se dan estas condiciones, allí está la Iglesia; pero no podemos ser Iglesia sólo cuando celebramos la Eucaristía, aunque ésta sea la manifestación más alta y completa de nuestra eclesialidad. Seamos Iglesia cuando la oración forma parte esencial de nuestro encuentro, recordando, así, que somos Iglesia cuando rezamos juntos. La oración individual es preciosa, necesaria y eficaz, pero la comunitaria -aunque sea sólo entre dos creyentes- es más rica y más eficaz. Rezar juntos es expresión de que estamos animados por la caridad hacia Dios y hacia el prójimo, esa caridad sobre la que hoy nos advierte S. Pablo que es una deuda que hemos de pagar gozosamente: Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley.