XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mateo 22, 34-40: "Amarás a Dios y al prójimo"

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

"Amarás a Dios y al prójimo"

Para convencernos de la veneración que los Judíos observantes tenían hacia la Ley de Dios, basta que leamos el Salmo 118, el gran poema de la Ley, donde encontramos expresiones como esta: ¡Cuánto amo tu Ley, Señor! Todo el día la estoy meditando... Tu palabra es lámpara para mis pasos, luz en mis senderos... Amo tus preceptos más que el oro, más que el oro fino. Con una devoción semejante hacia la Ley, no es de extrañar que los rabinos extrajeran del Antiguo Testamento todas las formulas con forma de precepto, hasta realizar una lista de 613 mandatos que se deben conocer y practicar. Una tal abundancia hacía crecer el deseo de saber si entre todos los preceptos habría uno que se pudiese considerar la raíz de todos ellos, de modo que cumpliéndolo se tuviese la convicción de haber observado toda Ley. Todos pensaban que tenía que existir un "precepto de preceptos", pero su búsqueda provocaba discusiones sin término.

Es uno de estos doctores de la Ley el que pregunta hoy a Jesús, según nos narra Mateo, sobre la cuestión tan debatida: "Maestro, le dice, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? La respuesta no se hace esperar, siendo clara y contundente: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este es el mandamiento principal y primero". Toda la Ley se reduce, por tanto, a una sola palabra: "Amar". Pero este amor debe ser bidireccional: hacia Dios y hacia el prójimo. Por eso añade Jesús una puntualización a la respuesta: "El segundo es semejante a él: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas".

Para Jesús, el amor hacia Dios debe implicar a todo el hombre, todos los componentes de su ser: físicos, psíquicos y espirituales. Dios quiere ser amado con todas las potencias de la carne y del espíritu. Los teólogos místicos nos dicen que "amar a Dios con todo el corazón" significa orientar hacia Él todos nuestros sentimientos; "amarlo con toda el alma" significa continuar a amarlo incluso cuando los sentimientos enmudecen o se endurecen; "amarlo con toda la mente" significa alcanzar la convicción de haber sido creados, sostenidos, envueltos por el amor de Dios y hacer de la propia vida una respuesta al Amor.

Nosotros necesitamos saber si amamos de verdad a Dios, o si evitamos amarlo plenamente, y Jesús, para ofrecernos una verificación, ha unido estrechamente el mandamiento de amar al prójimo con el de amar a Dios. Ambos preceptos son similares e inseparables: el verdadero amor a Dios repercute sobre el prójimo y el verdadero amor al prójimo nos conduce hasta Dios. Quien cree que ama a Dios sin amar al prójimo, se engaña a sí mismo. El prójimo ha sido hecho a imagen de Dios y el que desprecia la imagen desprecia también al que en ella está representado. El que, por el contrario, cree que ama al prójimo sin amar a Dios, está dividiendo y destruyendo ese amor-caridad que parte de Dios para llegar al hombre, o parte del hombre para elevarnos hacia Dios.

Existe un orden inviolable en la ley del amor: primero el Creador, después la creatura. Las solicitudes de amor por parte de la creatura son tan frecuentes y laboriosas, llegando a hacernos aceptar un orden inverso, poniendo a la creatura en el lugar del Creador. Este es un peligro del que conviene defenderse. El amor que pierde su relación con Dios, degenera en egoísmo y se convierte fácilmente en pecado.

Todas las lecturas de este domingo nos recuerdan el deber de ser misioneros. Si amamos a Dios con un amor total, como nos reclama el Evangelio, debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para que todos le amen y adoren: el verdadero amor a Dios viene confirmado por el ardor misionero del cristiano. Si amamos al prójimo como a nosotros mismos, debemos facilitarles los bienes que creemos más preciosos y necesarios. Sin duda, el bien más precioso para el hombre es la fe, sin la cual no se puede agradar a Dios. Quien de verdad ama al prójimo le procurará la salvación eterna.

Oremos con el Salmista y digamos unidos a nuestro Dios: Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.