VI Domingo de Pascua, Ciclo A
Juan 14,15-21: La promesa del Espíritu Santo

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Hch 8,5-8.14-17: Felipe, por su cuenta, fue a Samaría
Salmo 65: Aclamad al Señor, tierra entera.
1P 3,15-18: Demos razón de nuestra esperanza
Jn 14,15-21: La promesa del Espíritu Santo

La promesa del Espíritu Santo

La resurrección de Jesús ha movilizado el espíritu misionero de los discípulos. Hoy vemos a Felipe predicando a los samaritanos en su capital. Es una noticia inusitada si tenemos en cuenta la enemistad tradicional entre judíos y samaritanos, considerados estos como herejes y extranjeros pues, aunque adoraban al único Dios y vivían de acuerdo con su ley, no querían rendir culto en Jerusalén. Los samaritanos sin embargo acogieron la Buena Noticia anunciada por Felipela ciudad "se llenó de alegría".

Esta obra evangelizadora que rompe fronteras nacionales, que supera odios y rivalidades ancestrales, provocando en cambio la unidad y la concordia de los creyentes, es obra del Espíritu Santo, como comprueban los apóstoles Pedro y Juan, que con su presencia en Samaria confirman la labor de Felipe. Se trata de una especie de Pentecostés, de venida del Espíritu Santo sobre estos nuevos cristianos procedentes de un grupo tan despreciado por los judíos. Para el Espíritu divino, no hay barreras ni fronteras. Es Espíritu de unidad y de paz.

En la segunda lectura, 1ª carta de Pedro, se nos recuerda que los cristianos debemos estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida. ¿Por qué creemos, por qué esperamos, por qué nos empeñamos en confiar en la bondad de Dios en medio de los sufrimientos de la existencia, las injusticias y opresiones de la historia? Porque hemos experimentado el amor del Padre, y porque Jesucristo ha padecido por nosotros y por todos, para darnos la posibilidad de llegar a la plenitud de nuestra existencia en Dios. Por esta misma razón el apóstol nos exhorta a mostrarnos pacientes en los sufrimientos, contemplando al que es modelo perfecto para nosotros, a Jesucristo, el justo, el inocente, que en medio del suplicio oraba por sus verdugos y los perdonaba.

A quince días de que termine la cincuentena pascual, la Iglesia comienza a prepararnos para la gran celebración de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. La manifestación pública de la Iglesia. Podríamos decir que su inauguración. En la lectura del evangelio de san Juan, tomada de los discursos de despedida de Jesús que encontramos en los capítulos 13 a 17 de su evangelio, el Señor promete a sus discípulos el envío de un "Paráclito", un defensor o consolador, que no es otro que el Espíritu mismo de Dios, su fuerza y su energía, Espíritu de verdad porque procede de Dios que es la verdad en plenitud, no un concepto, ni una fórmula, sino el mismo Ser Divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y que conduce la historia humana a su plenitud.

Cristo permanece en su Iglesia de una manera personal y efectiva, por medio del Espíritu divino que envía sobre los apóstoles y que no deja de alentar a los cristianos a lo largo de los siglos. Por eso puede decirles que no los dejará solos, que volverá con ellos, que por el Espíritu establecerá una comunión de amor entre el Padre, los fieles y El mismo.

El Espíritu alienta en quienes se comprometen con los valores de la presencia de Dios en el mundo: solidaridad, justicia, paz y fraternidad, encarnados en los discípulos de Jesús. Esta presencia del Señor resucitado en su comunidad ha de manifestarse en un compromiso efectivo, en una alianza firme, en el cumplimiento de sus mandatos por parte de los discípulos, única forma de hacer efectivo y real el amor que se dice profesar al Señor. No es un regreso al legalismo judío, ni mucho menos. En el evangelio de San Juan ya sabemos que los mandamientos de Jesús se reducen a uno solo, el del amor: amor a Dios, amor entre los hermanos. Amor que se ha de mostrar creativo, operativo, salvífico.

En el lenguaje de Juan el «mundo» no es lo que nos rodea o el lugar donde existimos, sino esa parte de nosotros mismos que se resiste a recibir el Espíritu divino. Un gramo de injusticia o de mentira en nuestro corazón impide a Dios realizar su obra salvadora, hace inútil la muerte y resurrección del Señor, y nos mantendría en el reino de las tinieblas y de la muerte. Ahí, a ese rincón profundo de nuestro ser es a donde quiere llegar el Espíritu para liberarnos.