XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 16,21-27: Niéguese a sí mismo y sígame. Negarse a sí mismo para ser feliz

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

Jr 20,7-9:La Palabra del Señor es fuego
Salmo 62: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Rm 12,1-2: Ofreceos como sacrificio vivo
Mt 16,21-27: Niéguese a sí mismo y sígame

Negarse a sí mismo para ser feliz

El domingo pasado veíamos que sólo puede decir “Tú eres el Cristo, el salvador” quien confiesa al Jesús que asume la cruz de la vida, porque esta es la realidad de la vida. La cruz que lleva a Jesús al calvario, está hecha de nuestras cruces, las que rechazamos. Pedro no admitía que un Mesías tuviera que sufrir y Jesús le llamó Satanás, por querer huir de la realidad. Seguir a Jesús es para salvar, para liberar y lo que hay que liberar es la realidad de todos sus males. Ese es el valor de la cruz.

Las lecturas de este domingo 22 del tiempo ordinario centran la atención sobre las consecuencias del seguimiento de Jesús. TantoJeremías como Mateo llaman la atención sobre el conflicto que tienen que afrontar tanto el profeta como Jesús. La experiencia del exilio marcó la vida del pueblo de Israel. Fue un momento muy doloroso que le exigió replantear su fe en el Dios de la Alianza. En este contexto Jeremías narra su vocación. Jeremías es víctima de un conflicto interior; por una parte rechaza lo que pueda poner en peligro su vida, su tranquilidad, sin embargo nota una fuerza interior que le empuja más allá de los gustos y apetencias personales. En esa lucha interior se presenta como cualquiera de los humanos: la conciencia le propone ideales morales, sociales, de justicia, de coherencia, mientras que la carne se resiste a las consecuencias del compromiso.

Quien se compromete con una causa tiene que sacrificar muchas comodidades e incluso eso que llamamos derechos elementales de la persona. Estamos en una época en la que los grandes ideales han cedido al empuje de un individualismo feroz, que nos cierra en el egoísmo materialista. Como aquel Diógenes Laercio, que salió a una plaza de Atenas en pleno día con una lámpara. Mientras caminaba decía: «Busco a un hombre.» «La ciudad está llena de hombres», le dijeron. A lo que él respondió: «Busco a un hombre de verdad, uno capaz de responder por sí mismo, no según las normas del rebaño.»

El profeta Jeremías era un hombre de estos, de los de verdad. Así narra su conflicto personal: «He sido la irrisión cotidiana, pues cada vez que hablo es para clamar: «¡Atropello!», y para gritar: «¡Expolio!» todos me remedaban La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana.Yo decía: «No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente,prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no podía». Y acaba cediendo a esa instancia interior, la voz de Dios, no podía desentenderse de la misión que esa Palabra le encomendaba.

La mayoría de los profetas bíblicos han sufrido experiencias similares a las de Jeremías. Son rechazados por sus propios hermanos y por las autoridades correspondientes. Muchos de ellos tuvieron que sufrir la muerte o el destierro. Pero pudo más la fidelidad a Dios y a su Pueblo que su propia seguridad y bienestar. La Palabra de Dios actúa en el profeta como un fuego abrasador que no lo deja tranquilo y lo mantiene siempre alerta en el servicio a los demás, aunque tenga que ceder su propia vida en el empeño.

La carta de San Pablo a los romanos de Roma es un canto de alabanza y gratitud a Dios que ha transformado su mentalidad, sus valores, el horizonte de su vida. En ese abandono a Dios ha encontrado los criterios de discernimiento para buscar, encontrar y realizar la voluntad de Dios.

Y el evangelio de este domingo nos ofrece el modo concreto para convertirnos en seguidores de este camino que encontraron Jeremías y Pablo, el camino que propone Jesús a sus discípulos. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?

¡Negarse a sí mismo!, -como decíamos antes hablando de Jeremías- ¡justo el slogan más apropiado para nuestro mundo! ¿Negarse a sí mismo? ¿Qué partido político se hace cargo de tal propuesta, si todos los partidos políticos son para medrar? ¿Qué empresa de publicidad propone sacrificio a los consumidores? Eso sí, todos proponen que si usas esa crema corporal, si ingresas el dinero en tal entidad financiera, si compras tal automóvil, todos te admirarán y serás el ser más feliz de este mundo. Este el programa de la felicidad mundana, justamente el contrario del que propone Jesús para conseguir lo mismo, la felicidad.

Ya sabemos que Pedro, el discípulo que después fue el primer Papa, pensaba como los políticos, los banqueros o los publicistas de nuestro mundo: ¡Lejos de ti eso, Señor! ¿Cómo se te ocurren cosas semejantes? Y sabemos la respuesta de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Eres para mí escándalo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres! Menos mal que Jesús entregó su vida, se vació a sí mismo, y Dios le resucitó. Desde entonces Pedro se hizo discípulo de verdad, hombre de verdad.