Solemnidad: La Santísima Trinidad, Ciclo B
San Mateo 28,16-20

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)  

 

“En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”… así iniciamos todos nuestros actos de piedad, sean estos eucaristías, sacramentos, o cualquier oración que nos hayamos aprendido. Expresamos esas palabras con la convicción de que son el centro de nuestra fe, el fundamento de nuestra creencia como cristianos: sabemos que tenemos un Dios que es Padre, que es Hijo, que es Espíritu Santo. Pero ¿cómo es esto? ¿Creemos en tres dioses? ¿somos acaso “politeístas”? La sencilla respuesta es no, y para convencernos de ese “no” la misma revelación de Jesús y el progreso teológico nos han permito, sino entender la totalidad del misterio, si al menos saber que nuestro único Dios es una familia, muy unida, una familia según la cual fuimos creados a imagen de la cual fuimos creados.

Esa es la solemnidad de este domingo que sigue a la fiesta de Pentecostés, donde celebramos y renovamos la presencia en nosotros de la tercera de esas personas, el Espíritu Santo. Es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Las lecturas de la liturgia eucarística de este día nos dan algunas claves para aproximarnos a este gran misterio que para nosotros es dogma de fe. El libro del Deuteronomio nos presenta a Moisés hablándole al pueblo y preguntándole si desde la creación había escuchado palabras más sublimes que las que Dios les había pronunciado, si se habían enterado de algún dios que se manifestara a sus que se manifestara a sus súbditos. Y por eso les invita a reconocer y a meditar en su corazón que el Señor es el único Dios, es nuestro Dios.

Y Pablo, en su carta a los Romanos, que hoy es nuestra segunda lectura,les dice que su relación con Dios es de hijos, porque el espíritu recibido les ha sacado de la esclavitud y alejado temores, y les ha hecho, nos ha hecho hijos adoptivos, y por eso decirle a Dios ABBA, padre o papaíto como decimos en algunos lugares por cariño, ya no es algo descabellado sino que es la mejor forma de relacionarnos con el creador.

Pero tal vez la revelación mayor de que el Dios en quien creemos es familia nos la da el mismo Jesús en el trozo del evangelio que meditamos hoy, que es el final del capítulo 28 de Mateo. El evangelio está dividido como en dos pequeñas partes: la primera nos narra que los once discípulos son invitados por Jesús resucitado a ir a Galilea, al monte que les había señalado y allí al verlo se postraron a adorarlo, aunque nos dice Mateo que todavía algunos dudaban que veían a Jesús de nuevo con vida, después de la atrocidad de la cruz. La segunda parte es la más fundamental para nosotros porque en ella el evangelista nos escribe las palabras de Jesús antes de ascender a los Cielos: “todo poder se me ha dado en el cielo y en la tierra… vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado. Y sepan que estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.

En este trozo del evangelio es claro que Jesús da una misión a sus seguidores, los discípulos, de ir a todos los pueblos o a todas las gentes como traducen algunos este texto, porque todas las gentes deben ser bautizadas en el nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero la misión de ellos no se debe quedar allí, en el solo bautismo, sino que Jesús les ordena enseñarles todo lo que él ha mandado, enseñar todo lo que han aprendido, escuchado y vivido con él. Y este es el papel de la Iglesia en todos los tiempos, en el pasado y en el hoy que nos toca vivir.

Tal vez pensamos que la misión es solo de quienes tienen un papel de consagración especial en esta institución, los sacerdotes, los religiosos y religiosas, y los laicos más cercanos o comprometidos. Y no nos damos cuenta que todos, absolutamente todos los que creemos en Jesús tenemos esa misma misión: ir a todas las gentes y enseñarles, porque el bautismo está reservado para los ministros.

Ir a todas las gentes empezando por los más cercanos es la misión que tienes tú y que tengo yo. Significa que debo ver el interior de mi hogar y compartir la fe con quienes me son queridos. Significa que en el trabajo, en la escuela, en donde hago mi vida social, debo dar testimonio de una enseñanza que he recibido en la doctrina, pero que hago vida porque las palabras de Jesús no son para quedarse escritas en las páginas de un texto, sino para ser vividas y concretizadas en todos los actos de mi vida. Y es esto lo que tal vez hace difícil vivir como cristianos hoy, pero el mismo Señor nos ha prometido que está con nosotros hasta el final de los tiempos. Entonces, ¿a qué le tememos? Te invito a que en esta fiesta de la Santísima Trinidad renueves tu fe en el único Dios Padre, que aprendas las enseñanzas del Hijo, y que las pongas en práctica con la Fuerza del Espíritu Santo que está contigo desde el día de tu bautizo.