Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Ciclo B
San Marcos 14, 12-16. 22-26

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)  

 

Este domingo estamos celebrando la solemnidad del Corpus Christie, la fiesta del cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que la liturgia manda celebrar el jueves siguiente a la solemnidad de la Santísima Trinidad, pero que por necesidades pastorales se traslada hasta el domingo siguiente, permitiendo así participar en la Eucaristía a quienes por motivo de trabajo o estudio no pueden asistir el jueves. Lo más tradicional de esta celebración son las procesiones eucarísticas en las que el pueblo manifiesta su amor por Jesús Eucaristía. En muchas localidades el paso de la procesión es adornado con alfombras de flores u otros materiales, como queriendo indicar que nuestro Señor, presente en medio de su pueblo, merece lo mejor. Y en el recorrido de esas procesiones se hacen estaciones o paradas con altares en donde el sacerdote celebrante, en compañía de los fieles adora la hostia consagrada, el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Y al final, el momento más esperado es recibir la solemne bendición eucarística, que a todos nos conforta y reafirma nuestra dependencia vital de aquel, que no obstante estar en el Cielo, se ha quedado como alimento de vida para todos sus hijos.

La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia. Todo el quehacer, todo el apostolado, se basa en la fidelidad con la que los evangelizadores asumen su relación con Cristo Eucaristía. Si revisamos la vida de todos los santos, no encontraremos ninguno que no haya considerado la Eucaristía como la fuente de su santidad. Inclusive existen muchos testimonios de santos, que por enfermedad u otras causas, sólo se han alimentado con la Eucaristía, que les ha dado no solo el sustento material, sino también el sustento espiritual para soportar tentaciones, fatigas y pruebas, y llegar al final de sus vidas a ser santos, como quiere el Señor que todos seamos. Ya el mismo Señor lo había dicho, en frases que recogió san Juan en su Evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día… El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que… yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí”. Entonces, todos nosotros que conformamos esta Iglesia del siglo XXI, debemos seguir alimentándonos de este cuerpo y de esta sangre para tener la vida que Jesús, con el Padre y el Espíritu Santo, nos ofrece y nos dona para nuestra salvación.

Las lecturas de este domingo del Corpus Christie podemos decir que tienen como punto en común o hilo conductor a la sangre. La sangre de los novillos derramada sobre el altar y sobre el pueblo, para ratificar la alianza del Sinaí, como nos relata el libro del Éxodo. La sangre de la Nueva Alianza inaugurada por Jesús durante la última cena, como nos narra Marcos en el evangelio. Y la sangre derramada una vez para siempre por todos y para nuestra salvación, como dice el autor de la carta a los Hebreos. Y el salmo 115 nos invita, acompañar a Cristo en su sacrifico, alzando la copa de la salvación. El marco de esta historia de salvación narrada en el Éxodo y asumida por Jesús en la última cena es la alianza, el pacto que Dios hace con sus hijos, con la humanidad para darles lo que en los orígenes se había perdido, la vida en él, la comunión con él. Y si la alianza antigua se recordaba con la cena de pascua, donde se sacrificaban pequeños animales, y donde la sangre de ellos simbolizaba el paso del Señor, la nueva alianza ya no se hace con sangre de corderos o de cabritos, sino con la sangre del Unigénito, del Hijo propio de Dios, que ha sido enviado por el Padre y el Espíritu Santo, y con su sangre lavar todas nuestras culpas y pecados. Es el pacto definitivo que se selló en la cruz, y que se comenzó a realizar con la resurrección gloriosa. Y es el pacto que ha quedado no sólo simbolizado en la cena donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre del Señor, sino en las cenas donde los ministros del Señor, por a acción del Espíritu Santo, renuevan y realizan el único acto eucarístico, donde Jesús nos repite “tomen y coman, este es mi cuerpo,… tomen y beban, está es mi sangre”. No son otras cenas las eucaristías que realizamos, sino sonla actualización de la única cena donde el Señor se queda para siempre con nosotros, y se nos da como alimento para nuestra vida.

El centro de la liturgia de la palabra de esta solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es sin duda el evangelio según san Marcos que nos narra los acontecimientos de la última cena. En el texto propuesto por la Iglesia, que es parte del capítulo 14 de este evangelio, hay dos momentos bien diferenciados, el primero es el envío que hace el Señor a dos de sus discípulos para que preparen la cena de pascua, un envío que se hace después de la pregunta que algunos de ellos hacen de dónde quiere que preparen la cena de pascua. Hacen lo que Jesús les encomienda, y después se nos presenta la escena de la Última Cena. Y Marcos nos dice que mientras cenaban, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, y dijo “esto es mi cuerpo”. Después tomó la copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y dijo “está es mi sangre”. Esto es mi cuerpo, está es mi sangre son afirmaciones fundamentales para nuestra fe, porque en ellas está contenida la voluntad del Señor de quedarse en las especies del pan y del vino para alimentarnos. Pan y vino que, aunque se sigue viendo con sus características propias, sin embargo la acción del Espíritu Santo les cambia la esencia, para ser entonces la presencia real de Jesús entre nosotros.

Te invito, hermano, hermana que me escuchas, a que reafirmes hoy tu fe en Jesús Eucaristía. A que tengas la firme certeza de que Jesús, que ascendió al cielo, no está alejado de ti, sino que al contrario, te acompaña y te alimenta con su mismo ser. Así como las cosas que comemos y bebemos pasan a formar parte de nuestro ser biológico, porque lo nutren y le dan vida, el pan eucarístico y la sangre consagrada, también son dones que nos alimentan y pasan a formar parte de nuestra propia existencia. Es un misterio inefable, que hoy la Iglesia nos recuerda, y nos invita a reafirmar nuestra fe en la presencia real, con todo su ser, con toda su divinidad, de Jesús, que tanto nos amó, que dio su vida para salvarnos, y que cada día, en cada eucaristía sigue dando su vida para que todos nosotros tengamos vida en Él.