XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 5, 21-43

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)  

 

Amigos estamos en el décimo tercer domingo del tiempo ordinario, en su ciclo B, y la liturgia nos propone meditar con el libro de la sabiduría, el salmo 29, la segunda carta a los Corintios, y la continuación del evangelio según san Marcos que es el evangelio que durante este año meditamos. Para la meditación de esta palabra de hoy vamos a partir de una idea que nos presenta el libro de la Sabiduría: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes, todo lo creó para que subsistiera… no hay en ellas veneno de muerte… Dios hizo al hombre imagen de su misma naturaleza…”. Y finaliza la primera lectura de hoy diciendo: “Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen”. Estas ideas están a la base de la meditación de hoy porque cuando veamos el evangelio nos daremos cuenta que las curaciones que hace Jesús, las reanimaciones o resurrecciones que se relatan en los evangelios, no son sino una manifestación del poder de Dios sobre el mal, una muestra que Dios hace de lo que debe ser el mundo cuando Él es el centro y el Señor de las personas. Si existe el mal y la muerte no es porque Dios lo haya querido, sino porque el originante del mal, el enemigo, nos atrapa y nos trae los males que nos agobian. Nos aleja de Dios.

Partiendo de la idea que nos da el libro de la Sabiduría, primera lectura de hoy, podemos adentrarnos en el evangelio que se nos propone hoy. Son los versículos 21 al 43 del capítulo 5 de san Marcos. En resumen se nos presentan dos casos de la acción milagrosa de Jesús: la curación de una mujer que sufría de hemorragias, y la reanimación o resurrección de la hija del jefe de la Sinagoga, que el mismo texto nos dice que se llamaba Jairo. Este señor se acerca a Jesús y le pide que por favor vaya a su casa a ver la hija que está enferma, está las últimas. Jesús hace caso al llamado y mientras se traslada a la casa del jefe lo acompaña mucha gente, tanta que lo apretujan. En ese grupo de personas está la mujer enferma, que piensa para sus adentros, con fe, que si al menos logra tocar el manto podría curarse. Pongámonos en el puesto de la mujer. El texto dice que tenía 12 años padeciendo la enfermedad, que había visitado innumerables médicos, que se había gastado toda su fortuna en tratamientos, pero nada, seguía enferma y tal vez con la esperanza muy decaída. Había escuchado de Jesús, y por eso pudo su fe en él, en que podía curarla. Y efectivamente, su fe fue tal que al tocar el borde del manto, logró que la fuerza curativa de Jesús la sanara, y eso lo sintió el Señor, que inmediatamente pregunta quién lo ha tocado. Quienes le rodeaban y lo apretujaban, entre ellos varios de los discípulos, le dicen al Señor por qué pregunta eso, sino se da cuenta que lo van apretujando. Pero él sabía muy bien lo que bahía sucedido, y la señora se acercó y confesó su acto. Jesús confirmó la sanación de la mujer al verificar la fe que tenía. Y lo mismo sucede cuando llega a la casa de Jairo: la niña está muerta, ya inclusive estaban inmersos en el llanto, y Jesús hace el milagro de devolverle la vida a la niña, constatando la fe que tenía su padre, Jefe de Sinagoga. Ambos eventos tienen como elemento común la fe de los que acuden a Jesús, la confianza total en que él puede actuar, y con su poder, revertir el mal que les ha llegado con la enfermedad o con la muerte.

Como decíamos en el segmento anterior, la curación de la señora y la reanimación o resurrección de la niña fueron obradas por el Señor en función de la fe que tenían los afectados. Una fe que se nutrió del conocimiento que tuvieron de Jesús, de lo que le habían oído a él, como el caso del jefe de la Sinagoga, o lo que habían escuchado de él, el caso de la señora enferma de derrames. El saber que existe el Señor, el saber que tiene palabras de vida y que nos enseña a vivir, es tal vez el primer paso de la evangelización, de nuestra evangelización. Y la consecuente fe que nos regala el mismo Dios es lo que hace que permanezcamos en su amor, que estemos siempre cerca de quien nos ha amado primero y nos ha llamado a ser sus hijos. Pero a veces esta fe y esta creencia se debilitan en nosotros por las cosas de la vida, por las pruebas que vamos teniendo, por las acciones del mal y del maligno, que nos hace caer para alejarnos de Dios. Por eso esta palabra de hoy es una invitación a que no desfallezcamos. A que sepamos que Jesús, el Señor, siempre está cerca de nosotros para auxiliarnos, para devolvernos la salud física y espiritual, para devolvernos la vida cuando morimos por el pecado. Pero esto no es automático, implica que tenemos que relacionarnos con él, que tenemos que buscarlo, que tenemos que conocerlo. Nos relacionamos con él en la oración; lo buscamos y encontramos en los sacramentos, especialmente en la eucaristía, lo conocemos cuando leemos con atención su evangelio.

Lo que acabamos de decir lo reafirma la carta a los Corintios, la segunda lectura de hoy. En ella el apóstol Pablo dice que hay que sobresalir en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño, y nos pide también distinguirnos por la generosidad. Y esto lo dice porque tenemos que saber lo generoso que es Jesús con nosotros, que se hizo pobre para que fuésemos ricos, de modo que, como dice citando un texto de la escritura, “al que recogía mucho no le sobraba, al que recogía poco, no le faltaba”. Pidamos al Señor que siempre esté pendiente de nosotros, que no permita que el mal nos domine, y que aleje de nosotros las enfermedades y la muerte del pecado.