XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
San Marcos 10, 46-52

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Amigos llegamos al domingo trigésimo del tiempo ordinario, este año meditando las lecturas del ciclo B, que nos presentan al Profeta Jeremías en la primera lectura, el salmo 125, y continuamos en la lectura del capítulo 4 de la carta a los Hebreos y el capítulo 10 del Evangelio según san Marcos. Para la interpretación de la Palabra de este día nos vamos a centrar en la frase con la que respondemos al salmo: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Los profetas del antiguo testamento, a diferencia de los que podemos pensar por asociar el profetismo a la adivinación, tienen una tarea muy precisa encomendada por Dios: denunciar los pecados del pueblo, las atrocidades, los desvíos, y anunciar la buena noticia de Dios, llamar a la conversión y proclamar la bondad de Dios cuando perdona. Como vemos no son adivinos en el sentido que tal vez podemos darle nosotros o la sociedad misma en la que vivimos, que inclusive usa términos como profetas de mal agüero, cuando se anuncian catástrofes o desgracias. Los profetas llamados por Dios anuncian al pueblo desgracias si no están con Dios, sino modifican su conducta. Pero son anunciadores de la gran alegría que da Dios cuando el creyente se acerca a él y le da su corazón y su vida. Es la alegría que encontramos proclamada en el trozo del profeta Jeremías que se lee en nuestras Iglesias, alegría porque el tiempo de la prueba, el tiempo del destierro ha pasado y Dios cumple su promesa de dar una tierra, un hogar al “resto de Israel”, el título que la escritura reserva para los que permanecieron fieles al Señor. Es el Señor mismo el que los lleva, no importa que estén ciegos, o cojos, que sean mujeres embarazadas o recien paridas, la multitud regresa a casa. Se fueron llorando, despachados, al exilio, pero el Señor se mantuvo fiel a su promesa y ahora los guía entre consuelos. Qué palabra más hermosa para nosotros también, que tal vez estamos como exiliados en este mundo que va por caminos lejanos de Dios, que nos condena si mantenemos la fe y defendemos la vida, que nos aleja si proclamamos la gloria del Señor. Y si nos sentimos exiliados, si nos sentimos como un pequeño rebaño, como ese “resto de Israel”, el Señor hoy nos renueva la promesa y nos transmite la alegría de estar con él, de volver a él, de volver a la Tierra prometida que es su reino de justicia y de amor.

La carta a los Hebreos, segunda lectura de este domingo, continúa presentando el discurso sobre el sumo sacerdocio de Cristo, llamado por el Padre a ofrecerse como víctima y como altar, para darnos la salvación definitiva. Los antiguos sumos sacerdotes ofrecían dones y sacrificios por los pecados suyos y los del pueblo. Y lo hacían porque eran del pueblo, tenían los mismos sentimientos del pueblo, y sus mismas debilidades. Cristo, que se revistió de nuestra condición humana, menos en el pecado, también nos comprende en nuestra situación humana, pero al ser Dios y tomar sobre sí nuestros pecados, los perdona y nos devuelve la vida de gracia que el enemigo nos roba cuando nos hace caer. En este trozo de la carta a los Hebreos también se habla de la vocación en el sentido que es Dios quien llama a los sumos sacerdotes y ha llamado a su Hijo a ser el único sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. Por ello también debemos apreciar y agradecer a Dios por los llamados que hace a hijos suyos a ser sacerdotes, debemos acompañarlos y sobre todo sostenerlos en esta vocación sublime que hace que Dios, que Jesús siga presente entre nosotros con su Eucaristía.

El Evangelio nos presenta a Jesús saliendo de Jericó con sus discípulos, y al borde del camino se encuentra una ciego, Bartimeo, que al escuchar el alboroto de la gente que iba con Jesús comienza a gritarle que tenga compasión de él. Y la reacción de quienes rodean a Jesús es hacer callar a este pobre hombre, para que no moleste al Señor. Pero él insiste, y Jesús le oye, le anima, le pregunta qué quiere y le devuelve la vista. Bartimeo fue curado de su enfermedad, y lo seguía por el camino. Vemos aquí como tres actitudes que nosotros tenemos que imitar. El ciego, se da cuenta de su enfermedad, su ceguera, y piensa que su curación está en acudir a Jesús. También nosotros tenemos cegueras espirituales, cegueras que nos llevan al pecado, y tenemos que darnos cuenta que la única persona que nos puede devolver la luz de la gracia es Jesús a través de sus sacramentos. La segunda actitud es la de no quedarse en el lugar, sino salir a buscar al Señor, llamarlo, gritarle que venga en nuestro auxilio, con fe, y abrirle el corazón. Jesús no se resiste a curarnos, a devolvernos la gracia cuando acudimos confiados a él. Y la tercera actitud, la más importante diría yo, es ser agradecidos y seguir al Señor, convertirnos en sus discípulos. Bartimeo, después de curado seguía al Señor por el camino, aprendiendo de él y viviendo con intensidad la experiencia de estar con el Señor. También nosotros debemos seguir a Jesús, ser testigos de él, y darlo a conocer a aquellos que están a nuestro alrededor.

Hermano, hermana que me escuchas, Jesús quiere sanar todos tus pecados, quiere curarte en lo profundo de tu ser, y te llama a que lo sigas, a que seas su discípulo. Y sobre todo a que no tengas miedo de gritar a todo el mundo que crees en aquél que te ha devuelto la salud y la gracia: Jesucristo, Nuestro Señor.