IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A.
San Lucas 4, 21-30

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

Llegamos al cuarto domingo del tiempo ordinario. La Iglesia nos pide meditar en este Ciclo A con las lecturas del Profeta Jeremías, el salmo 70, continuamos leyendo el capítulo 12 de la primera Carta a los Corintios, y el evangelio es la continuación del capítulo 4 de Lucas. Escucharemos decir a Jesús, que ningún profeta es bien mirado en su tierra.

En la primera lectura de este domingo tenemos la vocación de Jeremías, el llamado que le hace Dios para que sea su vocero, su profeta. Con cariño Dios le dice que antes de formarse en el vientre de su madre ya lo conocía, lo había escogido, lo había consagrado antes de que saliera del seno materno. Pero el mismo Dios le dice que su tarea no será fácil: cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. Y sobre todo que no le tenga miedo a la gente. Y el mismo Dios le promete que estará con él dándole fuerzas y la palabra oportuna para predicar. El texto de la liturgia de hoy no nos muestra la respuesta de Jeremías, que dice que es un muchacho que no sabe hablar, y por ello Dios le toca la boca como signo de que la consagra para él. Jeremías se convirtió en un gran profeta, es para nosotros uno de los cuatro profetas mayores, y nos demuestra que cuando Dios llama, da las palabras y las actitudes para que la persona cumpla su cometido. Y Dios nos ha llamado a todos, por el bautismo, a que seamos sus profetas, a que le anunciemos en nuestros ambientes y a que demos testimonio de su fidelidad y su bondad para quienes creen en él.

Jeremías mostró cierta duda ante el llamado por ser un muchacho, y sobre todo porque conocía al pueblo y el pueblo lo conocía a él. De hecho en la lectura Dios le promete que estará con él para cuidarlo y protegerlo. En el caso del evangelio, Jesús, que ha leído el trozo del libro de Isaías donde se dice que el “espíritu del Señor está sobre mí porque él me ha ungido”, dice a los presentes que hoy se cumple esa escritura, con él se cumple la promesa hecha por Dios de enviar a su ungido. La gente reacciona, y algunos decían, tal vez en todo despectivo, no es éste el hijo de José, a Lucas le falto añadir, “el hijo del carpintero”. Y entonces se da la afirmación que ningún profeta es bien mirado en su tierra. El hecho que la persona sea conocida, que los pobladores hayan visto crecer, sepan de los orígenes de una persona que de repente comienza a hacer prodigios, hace que salten las dudas, que se piense mal de esa persona. Y eso le pasó a sus conciudadanos de Nazareth y al pueblo judío, que aún no reconoce en Jesús al Mesías enviado por Dios. Por ello el Señor dice que si los propios no lo reciben, la palabra será predicada a otros pueblos, los milagros se harán a otra gente, a extranjeros, a paganos y a gentiles, gente que según el pensamiento de los judíos no debería recibir la salvación porque no formaban parte del pueblo elegido. Por ello Jesús dice que Dios ayudo a la viuda de Sarepta, curó a Naamán, el sirio, porque con un corazón más limpio y sin la tentación de creerse salvados acudieron con humildad a Dios y le aceptaron en su corazón. Jesús nos advierte también a nosotros sobre la tentación de creernos salvados por el hecho de ser cristianos, de ser bautizados, y nos invita a hacer las buenas obras y a estar con él para ganarnos la salvación que fue obtenida por su sacrificio en la cruz.

Retomando la idea precedente, de que no nos creamos automáticamente salvados, sino que tenemos que obrar el bien, viene a completar el cuadro la segunda lectura, de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Allí el apóstol nos dice que ambicionemos los carismas mejores, los que da Dios. Porque podemos hacer grandes cosas, podemos hablar lenguas, podemos incluso predicar, curar enfermos, inclusive decir que tenemos fe como para mover montañas, pero si todo eso no se acompaña del amor, de nada nos sirve, sera como una campana que suena, que hace ruido, pero que se desvanece apenas se queda quieta. El amor es el principal empuje que debemos tener en la obra de la evangelización. Y el amor es el mismo Dios como se define en la carta del apóstol Juan. Es un amor servicial, que no tiene envidia, que no presume, que no es mal educado, que no lleva cuentas del mal, que no se alegra de las injusticias, que se goza con la verdad. Un amor que disculpa sin límtes, que cree sin límtes, es un amor que no pasa nunca. Si afirmamos que Dios es amor, y que el amor tiene todas esas definiciones, entonces tenemos ante nosotros como una buena regla para medir nuestra cercanía y entrega a Dios. Por que si actuamos diversamente, si no damos espacio en nuestro trabajo de evangelización a todas estas virtudes, entonces podremos estar muy comprometidos en la Iglesia, en el grupo, en la comunidad, pero seremos solo campanas que hacemos ruido pero que no penetramos en la profundidad del amor de Dios. Si Dios es amor, toda nuestra vida de creyentes debe ser una expresión vida del amor por los demás.

Pidamos en este domingo a Dios que nos llene de su amor. Que nos dé la fuerza de su espíritu para que podamos evangelizar y ser sus testigos, y que aleje de nosotros la tentación de ser autosuficientes, de creer que estamos salvados, que nos dé la humildad para reconocer que lo necesitamos todos los días de nuestra vida.