XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 22, 34-40: El amor a Dios y el amor al prójimo

Autor: Monseñor Rubén Oscar Frassia 

 

 

Evangelio según San Mateo 22, 34-40 

Evangelio: el amor a Dios y el amor al prójimo

 

En el amor a Dios y el amor a los hermanos, no hay división. Tenemos que vivir así como dice Jesús en este Evangelio: amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todo el espíritu y amar al prójimo como a uno mismo.

 

Hay algo que también es importante: uno tiene que amar a los demás como a uno mismo, eso está bien; pero ¿saben ustedes que a veces uno no se ama a uno mismo?, y como no se ama a uno mismo no es capaz de amar a los demás; ¡y haya que amarse a uno mismo para poder amar a los demás!

 

Pero hay otra cosa importante: hay que amar a los demás con el mismo amor de Dios. ¿Y cómo ama Dios? Dios ama a todos. Un amor universal, inagotable, ¡ama a todos!

 

¿Usted cree que puede vivir así?

¿Usted cree que puede amar como ama Dios?

¡Si, porque Dios nos participa!

Y porque Dios nos participa uno puede amar con su mismo amor. Uno no repite con esto, no copia, sino que hace lo de Él en uno, ¡lo encarna!, ¡se reviste de los sentimientos de Cristo!

 

Este tema da para tanto. El tema del amor, el tema de la disculpa, el tema del perdón, el tema de empezar siempre de nuevo.

 

El Evangelio nos trae como tema principal, entonces, el amor a Dios y el amor al prójimo. La unión de la teoría y la praxis. No es una antinomia, o sea una cosa contra otra, es TODO en una cosa y en la otra. Se podría decir que es interior y exterior. Es teórico pero también es práctico.

 

Uno tiene que hacer síntesis en la vida. Cristo vino a hacer síntesis, a unificarnos: lo divino y lo humano en uno, en Él. Por participación, nosotros tenemos que vivir esta experiencia de fe: lo divino y lo humano en el amor a Dios y también a los hermanos. La oración y la vida. La fe que uno tiene en Dios y las obras que uno tiene que expresar. Dios y el prójimo.

 

Estas dos realidades, permanentemente, no son antinomia, no se oponen. Sino que se trata de la misma realidad que se va comunicando a través de diferentes maneras o formas.

 

Pero el amor de Dios es fuente y garantía del amor humano.

El amor de Dios, es la gracia que Dios nos da, mueve nuestro corazón y nuestra voluntad, para que uno pueda amar como Dios, servir como Dios, entregarse como Dios.

 

Pero ahora bien, quien tiene el ojo de la fe debilitado, como apagado, le puede pasar que se asuste de los males presentes y jamás llegue a los bienes futuros. Cuando no está la fe en el amor de Dios, también se debilita y se opaca la entrega para con los demás.

 

Por eso es importante el amor de Dios: porque es movilizador, es de persuasión y es de convicción. El amor de Dios entusiasma para que uno pueda seguir amando en serio a los demás. No para salir en una foto, no para ser filántropo, no para mandarse la parte, sino para que uno se de cuenta que nuestra vocación es humana y divina, divina y humana.

 

Amemos a Dios y amemos a los hermanos como a nosotros mismos. Pero mejor sería amar a los hermanos con el mismo amor de Dios. Y realmente podemos amar a los hermanos con el amor de Dios.

 

Pensémoslo y empecemos, porque la vida interior es lo que unifica y es la fuente de todo trato externo para con los demás. Si no hay vida interior se compromete lo externo y lo público. Si hay vida interior, unidad de vida, orden en la vida, uno puede tener una perfecta, armónica y de gran equilibrio, relaciones interpersonales con los demás.

 

Queridos hermanos, que el Señor nos de su fuerza, su valentía y el coraje amar a nuestros hermanos: les dejo mi bendición, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.